Escritor, fotógrafo y profesor. José Antonio ha publicado el libro de poemas «Si huyes hacia adentro», (Editorial Colmillo Blanco, 1998) por el que recibió una distinción en el concurso nacional “El Poeta Joven del Perú” (1995). En el 2000 publicó la novela juvenil «Tres días para Mateo», (Alfaguara). Así también, en colaboración con el artista chileno Franz Fischer, publicó el libro experimental de poesía «Recortes de la memoria o el libro de la sombra», (Bizarro Ediciones, 2007). El mismo año publicó la novela «El mal viaje» (Alfaguara). Algunos textos suyos aparecen en la antología Abofeteando a un cadáver (Bizarro Ediciones, 2007), y en La mala nota, el colegio en el cuento peruano (Alfaguara, 2008). En mayo de 2009 aparecerá su tercera novela bajo el sello editorial Alfaguara. El cuento que aparece en este blog es parte del libro inédito Lima-Mala.
COMO UNA REINA
Bajó del autobús y se puso a caminar a través de las polvorientas calles de su barrio. La tarde se posaba sobre la urbe. El cielo gris se oscurecía sobre la línea de los cerros próximos. Llevaba una bolsa de papel entre los brazos. Avanzaba a paso lento, como si su mente se encontrara atrapada en espacios lejanos. Se detuvo frente a un teléfono público, colocó la bolsa entre los pies, sacó una moneda del bolsillo trasero del pantalón, la metió en la ranura metálica y marcó un número.
-¿Aló? -Reconoció la voz fingida a través del auricular.
-¿Shirley? -Preguntó y no pudo evitar fingir la propia. Era ya casi un acto natural.
-Sí, ¿quién habla?
-La Reina.
-¡Ay! Mírala a esta loca, ¿dónde has estado metida, oye?
-No sé, me dio la locura.
-¡Por eso te mandaste a mudar sin avisar!, ¡malagradecida!
-Discúlpame Shirley, no fue a propósito.
-¡Perra loca! Me tenías súper preocupada. Pensaba que te había pasado algo.
-Lo siento.
-Pero, ¿cómo estás?, ¡cuéntame!, ¡cuéntame!
-Estuve un poco mal, pero ya estoy mejor.
-¿Tienes algo?
-No -dijo después de un segundo de silencio.
-¿De verdad?, ¿estás segura?
-Ay, querida -dijo tratando de fingir buen ánimo-, ¿quién está segura de nada en estos tiempos?
-¿Y, a dónde te fuiste?
-No muy lejos de tu casa, ¿por qué no apuntas la dirección?
-¿Ahora sí, no, ingrata?
-Ya te dije que lo siento.
-Un ratito, voy por un lapicero.
-Rápido que se me acaba la moneda.
-Ya, listo. A ver, dime.
Le dio la dirección.
-Pero, ¿de verdad estás bien?
-Sí, te lo juro.
-No sé por qué no te creo, Tienes una voz de muerta.
-De verdad, Shirley, todo está bien.
-¿No quieres que vaya a tú casa ahora mismo?, Mira que salgo al toque.
-No -le dijo-, esta noche no puedo, ya tengo planes, Pero por qué no te vienes mañana.
-Mañana, ¿cómo a qué hora?
-Como a las seis de la tarde estaría bien.
-¿Estás segura de que estás bien?
-Si amiguita, no te preocupes.
-Te quiero mucho.
La comunicación se cortó. Colgó el auricular. Una lágrima se descolgó lenta, resbaló por la mejilla hasta el mentón y cayó sobre la tierra. Se limpió el rostro con una mano, recogió la bolsa de papel y retomó el paso a través de las calles del barrio. Las casas se sucedían en silencio. No había gente transitando por las pistas sin asfaltar. De vez en cuando se cruzaba con uno que otro transeúnte que, como todo el mundo, no podía evitar mirarlo de reojo. Siempre había sido así, todo el mundo tenía que mirarlo. Las luces de los postes se encendieron. Se detuvo frente a una puerta, sacó un manojo de llaves del bolsillo y entró a una casa muy pequeña. Las pesadas cortinas de lona estaban cerradas. Una gruesa biga de madera sostenía el techo de calaminas. El lugar se encontraba sumergido en la penumbra pero no encendió la luz. Olía a humo de cigarro y a polvo pegado en los muebles, en la ropa, en las paredes. Colocó la bolsa sobre la meza y se dejó caer sobre el único sillón. Estaba sumamente flaco. Las extremidades largas y huesudas se estiraban como patas de araña. El pelo largo y negro le cubría la mitad del rostro e intensificaba las facciones de la parte descubierta. El pómulo salido, la piel oscura, la ceja depilada hasta quedar convertida en una línea negra que todos los días tenía que volver a pintar sobre los huesos toscos de la frente. Metió la mano al bolsillo del pantalón, extrajo una cajetilla de cigarros, la abrió, sacó uno y lo encendió. La flama del encendedor reveló la profunda oscuridad contenida en su mirada. El vacío y la tristeza parecían habitar en cada uno de sus movimientos. La flama reveló también, esas manos de dedos largos y chuecos. Fumaba con mucha paciencia, con la mirada perdida en el cielo raso…