Sé bien que cada muerte duele, así debe ser, más aún en este tiempo desgraciado en donde esta campea despiadadamente, sin fronteras, sin restricciones, arrasadoramente. El dolor y el luto es un hálito que ahora se cuela, de modo irrefrenable, en casi todas las puertas. Lo sé. Toda muerte debe doler, y duele, con el peligro de perder nuestra humanidad de lo contrario. En el epígrafe de la novela Por quien doblan las campanas de Hemingway, el poeta John Donne nos dice: «La muerte de cualquier hombre me disminuye porque estoy ligado a la humanidad, por eso nunca preguntes por quién doblan las campanas: doblan por ti». Muy cierto. Y, por lo visto, aún tenemos mucho camino triste que recorrer.
Sin embargo, cuando la muerte se lleva a un amigo cercano, la pena se vuelve más intensa. Esto también es inevitable. Juan Ochoa López, periodista de polentas, de calle (dan testimonio de ello los que trabajaron con Juan en los diarios Expreso y Extra); escritor de talento innegable: ganó el concurso de novela del Banco Central de Reserva con su novela El amor empieza en la carne; promotor y casi agitador cultural en favor de la cultura amazónica. Pero, por encima de todos esos méritos, y muchos más que se me pasan en esta nota, Juan Ochoa López fue, es y seguirá siendo (aun cuando ya no esté con nosotros) el gran amigo y hombre amable que siempre estuvo presente en la vida de los que lo conocimos. Se te va extrañar, Juan.
Por ahora no voy a ahondar en los momentos finales de tu despedida porque, por lo visto, la orfandad, la desesperación y hasta la ineptitud envolvieron tu agonía, y no estuvimos contigo porque – en verdad – no esperábamos que la tragedia se ensañara contigo. Después de todo, eras tú, Juan Ochoa López, el hombre de la sonrisa constante y el optimismo a flor de piel. Pero olvidamos que estos son otros tiempos: sombríos tiempos que todo lo ha trastocado. Descansa en paz, Juan.
Sebastián Salazar Bondy decía en un fragmento de su poema Testamento ológrafo:
«Dejo varias libretas agusanadas por la pereza, / unas cuantas díscolas imágenes del mundo / y entre grandes relámpagos algún llanto / que tuve como un poco de sucio polvo en los dientes. / Acepta esto, recógelo en tu falda como unas migas, /da de comer al olvido con tan frágil manjar » .
Tú que hiciste del periodismo y la literatura tu instrumento de lucha, seguro que entenderás lo que he querido decirte en esta nota. Y comprenderás, también, por qué he escrito mi despedida en este tipo de prosa.
Adiós, querido escritor.