El hombrecito se le apareció a Mengano repentinamente, emergió de algún lugar inesperado y con un gesto de innegable miedo le suplicó: «Ayúdeme».
Por lo visto, Mengano había estado bastante distraído, porque la sorpresiva aparición de aquella pequeña sombra, esmirriada y tembleque, lo cogió tan de sorpresa que apenas si alcanzó a disminuir un gemido y una exclamación: «¡Ay, Dios mío!». Fue como un chillido, un gritito tan poco viril que pudo haberlo abochornado para siempre en las inmediaciones del Centro de Lima, para ser más precisos, en la tercera cuadra del jirón Lampa. Sin embargo, tuvo la rapidez como para carraspear casi de inmediato y, así, disimular el bochorno y recuperar, de inmediato, su valerosidad.
No obstante, el hombrecito – que sí había alcanzado a escucharlo – lo miró entonces con cierta decepción y hasta se diría (por sus gestos) que tuvo dudas muy serias sobre el auxilio que Mengano podría darle en ese momento. Como que el gemidito había disminuido a Mengano hasta convertirlo en otro desvalido más en las calles de Lima. Aun así, y probablemente porque no había otro individuo alcanzable, el hombrecito insistió: «Me persiguen dos pandilleros, señor, ayúdeme».
– Busque un policía, no a mí – le dijo al hombrecito.
– ¿Y dónde? – le respondió el suplicante.
Fulano volvió a mirar en las inmediaciones y, efectivamente, no logró ver a ni a policías ni a ningún empleado de serenazgo. Claro que había gente, y mucha: una multitud que iba y venía de un lugar a otro, pero como si no estuvieran, como si no los vieran. Él sabía que ninguno iba a socorrerlos cuando atacaran los carroñeros. Él tampoco lo hubiera hecho. ¿Entonces? – se preguntó – ¿cómo había dejado que lo complicaran esa tarde?
– Pero ¿qué quiere que yo haga?
El hombrecillo trató de decirle algo, pero lo que sea que haya querido decirle, murió en un balbuceo confuso. Tan solo lo miró, totalmente rendido, con los ojos acuosos.
Mengano comprendió entonces todo. Llego a entender que estaban solos, acosados, huérfanos en una de las tantas calles peligrosas del Centro.
– Ayúdeme
– ¿Por qué yo?
Dicen que hay momentos en la vida de un hombre en el que se determina su temple y su valor, y que esos momentos llegan repentinamente. Por ejemplo, en una calle del jirón Lampa. Se dice que solo entonces el hombre alcanza su grandeza o su miseria, en una fracción de segundos, y que la memoria de ese hecho marcará su vida en adelante. Mengano, al parecer, entendió que ese reto había llegado. Luego de dar un respiro profundo:
– Vamos, yo lo acompaño. No le va a pasar nada
El hombrecillo, de pronto, sintió que la dimensión de Mengano se recuperaba. Lo miró, lo admiró y lo siguió mansamente. Ambos caminaron hasta el jirón Azángaro. La luz de la tarde, era apenas una resolana percudida más allá de los nubarrones grisáceos que comenzaban a cubrir la ciudad. En un momento dado, Mengano volvió el rostro con la esperanza de ya no ver a sus perseguidores, pero los vio: casi burlones y astutos, siguiéndolos implacablemente. Decidió entonces bajar hacia la avenida Bolivia. El hombrecillo obedeció callado. A lo lejos, y hacia la izquierda, alcanzaron a ver la estructura indiferente del Palacio de Justicia y todo el ancho del Paseo de la República. En la vereda del frente, oscurecían el hotel Sheraton y la torre del Centro Cívico.
Cuando el héroe y su protegido se acercaron al cruce de la avenida Garcilaso con la avenida Bolivia. Mengano ya no quiso mirar hacia atrás porque sabía que ellos todavía estaban allí, y quizás más cerca que antes. Se diría que casi los sentía reír.
Dicen que hay otros momentos, en donde un hombre – muy a su pesar – puede llegar a extremos de pusilanimidad insospechados. Es decir que la línea entre la grandeza y la cobardía es, a veces, demasiado delgada.
Sea por esta razón o por cualquier otra, el hecho es que cuando Mengano reconoció el ómnibus que lo podía llevar a su destino y vio que la luz del semáforo estaba por cambiar a verde, se descubrió en una faceta que hasta allí desconocía en él. Sencillamente empujó al hombrecito que se había sujetado de su brazo, y cuando sintió que este trastabilló y se soltó, trepó de un salto al ómnibus que cerraba sus puertas para continuar su marcha. Nadie se percató del hecho. Como suele suceder, el ruido de bocinazos, silbatos y gritos perturbaba las calles.
Desde los vidrios quebrados del viejo ómnibus, Mengano todavía alcanzó a ver la cara de confusión del hombrecillo. Muy cerca de él, las siluetas de sus perseguidores se acercaban rápidamente. No pudo ver más porque la multitud de esa hora los fue envolviendo hasta desaparecerlos en el fárrago de la calle.
La verdad es que Mengano no quiso ver lo que pasaba. No quiso ver ni siquiera dentro de él mismo.