Psicólogo y Profesor Universitario. Especializado en el área de la psicoterapia. Autor de artículos de Psicología y Humanidades en revistas de la especialidad. Ponente en jornadas de Psicología, Educación, Sociedad y Psicoterapia. Articulista del Diario Oficial El Peruano desde el año 2014.
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Esta historia se desarrolló en un lejano pueblo europeo y ocurrió hace ya más de doscientos cincuenta años. En ese entonces el pueblo no era como lo es hoy. No existían ni presidentes ni alcaldes, tampoco policía y servicios de salud, sin embargo la gente se las arreglaba para vivir tranquila y ordenadamente. En esa época, un rey y su esposa dirigían los destinos del lugar, y la población apenas alcanzaba la pequeña cifra de ciento ochenta y dos personas. Todos se conocían y la presencia de turistas era casi inexistente.
El rey, cuyo nombre era Wilhelm, era un hombre de unos ochenta años; sin embargo, la edad no le impedía cumplir con todas sus obligaciones como rey. A la vez que solía montar a caballo, su pasatiempo preferido era jugar ajedrez; juego que había llegado de la India a Europa un par de siglos antes. Además de tener buen paladar, el rey solía ser muy apasionado y se daba maña para alguna que otra aventura amorosa con las siempre coquetas, dispuestas y reservadas criadas del lujoso palacio familiar. Por su parte, la reina hacía algunos años que andaba muy delicada de salud, de una rara enfermedad que por entonces no se llamaba sífilis. Este mal fue la causa de una merma significativa y progresiva de sus capacidades cognitivas y motoras por lo que su presencia en Palacio era, digámoslo así, de adorno. El equipo médico de la realeza ya la había desahuciado y su cuidado estaba a cargo de las muy serviciales damas de Palacio y de algunas de las criadas, las mismas que empleaba su esposo para desfogar sus instintos naturales.
Estando próxima a morir la reina, el rey con una sincera pena, pero pensando en la imagen ante su pueblo y en el orden de las cosas, empezó a preguntarse quién ocuparía el trono de su esposa.
Su hija, joven y hermosa, no podía ser desposada por el padre, pues hacía ya tiempo que tal prohibición había sido impuesta sobre los hombres de la Tierra. Aquella práctica era lo usual antes de esa medida: habría que mencionarlo. Por otro lado, una extraña y polémica estrategia legal posibilitaba al rey casarse con su hijo mayor, como ocurre en el mundo de algunos animales; por ejemplo los peces payaso, cuyos machos se transforman en hembras para mantener así el clan, ante la falta materna. Sin embargo al rey nunca le gustaron los hombres y menos su hijo al que consideraba no solo poco afortunado estéticamente, sino además un poco imbécil.
Decidido entonces a buscar pareja mientras ya su esposa, la reina, entraba en agonía en Palacio, el rey lanzó una convocatoria pública, sencilla y directa: SE NECESITA MUJER JOVEN Y SALUDABLE PARA EL REY. Solo habían dos requisitos muy precisos que fueron presentados a la vista de todos por medio de una enorme hoja colocada en el muro de la entrada de la ciudad. Escrita de puño y letra del mismísimo rey, decía así:
Como es de suponer, se presentaron candidatas, no muchas. Ya hemos dicho que la población era de solo ciento ochenta y dos personas. De esa cantidad, ciento ocho eran mujeres, pero descartando a las ancianas, las niñas más pequeñas, las casadas, las tullidas y las enfermas solo quedaban disponibles doce posibles candidatas.
Probablemente la historia contada pasaría desapercibida e ignorada por la memoria de ese pueblo sino fuera porque a esas candidatas se les sumó una más, la bruja de los extramuros de la comarca. Una mujer que, hechizada siendo joven, fue despojada de sus menores hijos –luego asesinados- y castigada a envejecer sin morir. Llegado un momento de su larguísima vida, decidió optar por el ostracismo, es decir, alejarse de todos y de todo. Pero enterada de esta convocatoria nupcial, decidió recurrir a ciertos conjuros milenarios, aprendidos a la mala, para así convertirse en una agraciada y dulce muchachita, con la esperanza de casarse con el rey; quizá parir uno que otro engendro, esperar la viudez, y finalmente tomar el control total del pueblo y vengarse lenta y cruelmente de todos los pobladores que eran descendientes directos de aquellos que, mucho tiempo atrás, le dieron la maldición y la condenaron –injustamente que duda cabe- a vagar sin rumbo, y luego a escapar para evitar alguna sádica cacería.
Demás está decir que ganó el puesto de reina. Demás está decir que enviudó trece años después. Curiosamente, consideraba que habían sido trece años muy felices en los cuales compartió lecho y decisiones políticas con su amado esposo. Si bien fue buscada y provocada una decena de veces por su hijastro para gozar físicamente a espaldas de su padre, ella nunca cedió a las pasiones del muchacho. Llegó también a entablar una sólida amistad con su hijastra con quien consultaría luego muchas decisiones tras la muerte de Wilhelm, el rey. Y así pasaron muchos, muchos años.
Cierto día, muy temprano, empezó a correr en la comarca el rumor de que la nueva reina había desaparecido. Literalmente se había hecho humo. Había dejado de verse en público. Ya para entonces las criadas y demás empleados del Palacio cuchicheaban extrañados de su repentina ausencia. Se elaboraron conjeturas: algunas graciosas y pueriles; otras, macabras y hasta trágicas.
Lo que luego ocurrió tras su desaparición es lo que cuentan hoy los historiadores y guías turísticos. Y pasaré a compartirlo con ustedes.
Meses después de desaparecer del pueblo, sucedió algo muy raro: ninguna mujer quedaba embarazada. Por más intentos realizados, ninguna lo lograba. Los hombres más impacientes se marchaban, los niños crecían y la nueva prole no aparecía. Las mujeres envejecían sin haber parido. Hasta que las últimas personas ancianas terminaron por fallecer.
El pueblo quedó desolado por largos años. Solo una loba, de cuando en cuando, era divisada a los lejos, merodeando el lugar.