Las malas palabras le ceden, momentáneamente, al hablante, una sensación de libertad verbal. Y la libertad siempre será bienvenida aunque sea tan discutible como la de soltar improperios.
SON TAN MALAS LAS MALAS PALABRAS
¿QUIÉN NO LAS HA USADO?¿Cuántas veces habremos censurado el habla de un amigo o de algún pariente porque sus palabras nos habían parecido vulgares y, quizás, hasta bastante ofensivas? Ahora bien ¿Cuántas veces hemos sido también regañados porque nosotros también habíamos caído en ese mismo vocabulario desatinado y vulgar, pero tan común en el medio que no pudimos evitar incurrir en él, casi por descuido?
Lo cierto es que muy pocos – se diría que nadie – puede aseverar nunca haber cedido a la tentación de usar alguna de esas malas palabras. Quizás el desliz haya sido más por descuido que por tentación voluntaria. Es lo mismo. El caso es que probablemente nadie pueda tirar la primera piedra en lo referente al uso de aquellas palabras – por decirlo de otra manera – inapropiadas.
APRECIACIÓN LINGÜÍSTICA
Ahora bien, para los asuntos de la Lingüística – ciencia que se ocupa de los asuntos del lenguaje humano en general – no existe la valoración de mala palabra, al menos no en el sentido que la mayoría entiende. Toda palabra que logra transmitir con eficiencia un mensaje es, en definitiva, una buena palabra. Incluso, gramaticalmente – disciplina que dedica al estudio formal de cada lengua en particular – una palabra censurada puede ser tranquilamente estudiada y encuadrada dentro de sus cuadros de análisis, tal vez como sustantivo o sujeto o lo que se pueda dar. Y es que para la ciencia del lenguaje la valoración moral de una palabra no se da, aunque sí se acepta que aquello existe, pero como parte de un criterio social extralinguístico.
En los diccionarios, de tanto en tanto, se agrega algún comentario tímido – término malsonante, es lo que más comúnmente aparece en sus páginas – sobre la valoración social de tal o cual palabra; pero nada más. Por ejemplo la palabra mierda, de connotación tan agresiva en el Perú, presenta una definición severamente imparcial en el diccionario oficial de la Real Academia de la Lengua Española: del Latín merda.1. f. Excremento humano. 2. Por ext., el de algunos animales.3. fig. y fam. Grasa, suciedad o porquería que se pega a la ropa o a otra cosa. 4. fig. y fam. Cosa sin valor o mal hecha. 5. Com. fig. y fam. Persona sin cualidades ni méritos.
APRECIACIÓN SOCIAL
El asunto es entonces más bien de criterio social. Es decir que son los propios grupos lingüísticos quienes – aunque muchas veces comparten una misma lengua – le van dando a la suya un carácter particular y van catalogando como palabras desagradables a algunas de ellas. Las razones se pierden en el tiempo o en su peculiar personalidad. Sólo así se explica como en Cuba el sustantivo papaya sea de tan pésimo gusto o que en Perú el verbo cachar tenga tan desagradable connotación Las comunidades lingüísticas tienen como derecho personalizar su lengua – a pesar de que ésta sea compartida por otras comunidades – y, por lo tanto, pueden señalar una norma propia y así censurar socialmente el habla de sus habitantes.
Sin embargo el asunto no le resulta tan fácil a esa normativa social porque, precisamente, son los propios hablantes quienes mantienen una pugna constante con ella y las malas palabras son la muestra viva de ese acto de rebeldía constante contra la norma.
Nada es fijo y definitivo en los asuntos del lenguaje. La lengua es un producto social que crece y evoluciona porque es parte integral de la misma comunidad y de sus valores, por lo tanto, también cambia, regresa y luego se vuelve a transformar. Las malas palabras de hoy, con el tiempo quizás sean las buenas de mañana.
¿SE PUEDE CLASIFICARLAS?
Lo cierto es que las malas palabras necesitarían también de una clasificación a partir de varios criterios. Aquí va una tentativa.
Por un lado podría estar el criterio cualitativo. En este caso, están las llamadas lisuras – término discutible, pero el de mayor aceptación popular – que incluyen todas aquellas interjecciones que ofenden a los receptores y cuya agresiva y desagradable significación nadie niega; sin embargo su uso y comprensión es cada vez de mayor extensión Se dice que hace mala a la palabra no sólo quien la usa, sino también quien la entiende. Y del otro lado tendrían que estar las palabras simplemente fuertes y que no llegan a la intensidad de las lisuras. Es decir aquéllas que con el paso del tiempo han perdido su agresión y que ahora son casi patrimonio de la conversación coloquial, aunque siempre manteniendo su tono rústico y popular. En todo caso: ¿Quién no ha soltado o escuchado un buen ¡Carajo¡ alguna vez? Y ha sentido que nunca estuvo mejor dicho.
Otra manera de dividir a las malas palabras podría ser el criterio cuantitativo. Es decir que hay palabras consideradas malas para casi toda la colectividad lingüística y otras que sólo lo son para grupos reducidos. Lo cierto es que existen grupos cerrados dentro de la comunidad general y que han desarrollado una jerga radicalmente hermética. Terminología sólo para ellos y que incluyen sus propias agresiones.
¿POR QUÉ SE EMPLEAN CON TANTA FRECUENCIA?
Los especialistas en asuntos sociales e individuales del hombre están, por lo menos, de acuerdo en que las malas palabras le dan al hablante la posibilidad de rebeldía frente a lo establecido. Le cede momentáneamente una sensación de libertad verbal. Y la libertad siempre será bienvenida aunque sea tan discutible como la de soltar improperios.
También se usan las malas palabras porque muchas veces el diccionario, muy a pesar de su más de 88,0000 voces, no logra suplantar la valoración semántica de la palabra censurada. ¿Cómo reemplazar – sin que pierda su intensidad criolla – la afirmación: ¡Se jodió¡ Definitivamente, y a pesar de la protesta de los llamados puristas del lenguaje, no hay otra manera tan convincente de expresión en ciertas circunstancias.
Para algunos especialistas la proliferación de un lenguaje soez dentro de una sociedad está relacionado con la degradación de los patrones educativos de la misma y con un nivel de agresividad producto de la crisis de los valores sociales en general.
Tal vez. Sólo que aquí no está discusión el empobrecimiento léxico del lenguaje – que es innegable y lamentable – sino la vigencia, desde los comienzos de la fundación de las lenguas, de esa retahíla de palabras que marcan la expresión dura, pero a veces tan necesaria.
Oh no ¡Carajo¡