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En este reparador fin de semana, con feriado incluido (al menos para la mayoría), comparto una frase precisa a propósito del Día de los todos los Santos. La frase que quiero compartir es sincretismo cultural. Se refiere al proceso de transculturación y mestizaje entre distintas culturas. Es decir, algo así como el resultado al que se llega luego de un largo proceso en el que dos o más pueblos entran en contacto y, entonces, sus tradiciones comienzan a mezclarse hasta convertirse en una especie de síntesis. Este proceso puede darse de modo pacífico o, como suele suceder, forzosamente. Siempre en largos periodos de tiempo.
Imagino que mis amigos están a punto de cerrar esta nota, porque es feriado y, probablemente, no haya muchas ganas de malgastar minutos en devaneos sociolingüísticos. En fin, para los pocos que aún se mantienen en este segundo párrafo, y que esperan saber qué relación hay entre sincretismo y estos días de conmemoración fúnebre, me permito recordarles algunos datos. Resulta que estos días de costumbrismo regional (que algunos observan arrugando un poco la nariz, por lo autóctono del asunto) le pertenecen, más bien, a la tradición cristiana que, desde hace varios siglos, las ha establecido como una sola celebración. El 1 de noviembre se conmemora el Día de Todos los Santos, en honor a todos aquellos beatos y santos de la Iglesia, que no cuentan con un día específico para venerarlos en el santoral. Esta fecha fue instituida por el Papa Gregorio III en el siglo VIII d. C. El 2 de noviembre se conmemora a los fieles difuntos. Ese día se recuerda y ora por aquellos que han fallecido, y, especialmente, por quienes se encuentran en purificación, pues se cree que sus almas están en el purgatorio. Esta festividad fue instaurada San Odilón y oficializada por Roma hacia el siglo XVI d. C.
¿Cómo era la relación con los difuntos en nuestro continente antes de la llegada europea? Pues bien, se afirma que el mundo de los muertos, en la cosmovisión prehispánica andina, tenía la percepción de una segunda vida tras la muerte. Lo que les permitía tener una relación más latente con sus muertos. Por lo tanto, mantenían ceremonias y formas de contacto, casi frecuentes, con sus difuntos. Por supuesto que no había una sola manera de ejercitar esta visión, sino muchas. Antes del Imperio inca e, incluso, paralelamente, convivieron variadas culturas, cada cual con su cosmovisión de la vida y de la muerte. Luego, en los siglos que duró la Colonia, en la convivencia (buena y mala) no hubo de otra: las costumbres, rituales y creencias se fusionaron en formas de expresión con bordes ambiguos, esto con la anuencia o sin ella del oficialismo. El resultado: una colorida, impactante y dinámica celebración por el Día de los Muertos en donde ya no se tiene claro de dónde procede cada modo de recordar a nuestro fallecidos. Esto, por supuesto, no solo en el Perú, sino en buena parte de Latinoamérica.
En nuestro país, por ejemplo, se visitan los cementerios, se limpian y pintan los nichos. Se preparan potajes que les gustaban a los difuntos, se bebe y se canta con los difuntos, se elaboran panes con forma de niños, caballos, estrellas. Estos panes suelen ser bautizados por un sacerdote y también, por qué no, por un chamán de tradición milenaria. Ahora bien, en Lima, la dura capital, hay una manifestación mucho más sazonada, hay un mosaico interminable de costumbres, consecuencia de la multiplicidad de migrantes de varias generaciones. Algunos observan todo esto con admiración y otros, lamentablemente, con desdén refinado. Claro, están los que no tienen ni idea de todo ello, y más bien, aprovechan el día para descansar de la parranda de la noche anterior en donde la palabra mágica fue Halloween. Ni modo, todo es posible y respetable.
Sin embargo, este sincretismo tanático de larga tradición es el que enrique la vida contemporánea, a pesar de todo lo complicado que pudiera parecer. Probablemente no para todos, y está bien: es también parte del desarrollo social, la convivencia entre distintos puntos de vista. No obstante – y esto sí vale como un reclamo -: con el debido respeto, mucho respeto por las creencias y modos de relación con la vida y con la muerte de cada quien. En todo caso, se les agradece este fin de semana largo y reparador.
Cierro esta larga nota (seguro con cada vez menos amigos que me deben estar acompañando) compartiendo algunos recuerdos de mi niñez.
Mi madre era norteña y mi padre serrano; yo soy nacido en la selva. Mi infancia transcurrió en el bullicio de las costumbres entrecruzadas. De algo me acuerdo con ternura. Las noches del 31 de octubre, se dejaban sobre la mesa del comedor los guisos, dulces y panes que habían sido preferencia de los difuntos de la familia. La tradición decía que esa noche ellos iban a pasar por casa y debían encontrar sus platillos, exactamente, en el lugar de la mesa que les correspondía en vida. En mi niñez, había apenas un lugar vacío por la abuela. Mis tío mayores me decían que todavía era tierno y por eso tenía pocos muertos; pero que ya vería como con los años tendría más muertos que recordar: así era la vida.
En ese tiempo no lo entendí bien, o no lo quise comprender. Ahora lo entiendo y se me estremece el corazón mientras dejo, sobre la mesa, varios dulces junto a las muchas sillas de mi comedor: papá, mamá, tíos, amigos. Ojalá pasen por aquí. En algún momento, también seré yo.