Recoge sobre todo plásticos, papeles, pedazos y piezas de lo que sea. Y Hyde Park es un parque inmenso. A veces incluso come algunas sobras que encuentra entre el pasto y los arbustos y lo que alguna gente le deja al pasar, pensando que es una indigente. Caza a veces las pequeñas ardillas que se alejan de alguno de los cuatro mil árboles del parque. No las come. Solo las atrapa y juega con ellas, las alimenta, las abraza y las devuelve a sus ramas favoritas. Y bueno, no siempre está en Hyde Park. Hay tantos parques y la ciudad es tan grande. Síganla por Londres y se darán cuenta de que está sola. No es como aquellos vagabundos que se reconocen y duermen juntos, se abrazan y se refocilan en los lugares más inmundos. Por el contrario, todo en ella es prístino. Regresa muy tarde a una casa en Chelsea. Sube las escaleras. Y apenas abre la puerta, sea la hora que sea, se verá que del interior brota una luz tenue pero límpida. Un halo de pulcritud y un olor a limpieza, que hace pensar en una casa llena de muebles relucientes y suelos pulidos. Y es cierto. Puede que en este momento no haya casa más limpia en Londres. Puede que no la haya en todo el mundo. El recorrido de la distancia que separa la casa en la que se encuentra Gumersinda y Amantaní, su isla, es de exactamente treinta y nueve horas. Veinte minutos a pie desde la casa hasta la estación de Paddington, y luego quince desde allí al aeropuerto de Heathrow. Dos horas de espera debido a las nuevas restricciones y controles de seguridad aérea antes de partir. Vuelo directo a Madrid –pues será siempre mejor viajar en una línea aérea en la que hablen español– que dura una hora y veinte minutos. Allí, espera tres horas antes de volar para Lima por once horas y cuarenta minutos (con las escalas y esperas es lo mismo que viajar por Ámsterdam o Nueva York, sus otras alternativas). Cuando sale del aeropuerto Jorge Chávez no puede partir sino en el primer vuelo del día siguiente, así que pernocta en Lima –más precisamente en Cieneguilla, en casa de su hermano, quien llegó a Lima mucho después que ella–. Tres horas de ida y tres de vuelta hasta Cieneguilla le permitirían descansar únicamente cuatro horas, pero en ese tiempo no podrá dormir pues su hermano le invitará una cerveza, choclo con queso, lawita de chuño, habas, chicharrón de cuy al estilo amantaní, y la ametralla con preguntas sobre Inglaterra. En realidad son medias preguntas que obtienen medias respuestas, pues Gumersinda sabe poco de Nolberto Solano, y sí, vive en Chelsea, pero no sabe nada de un equipo de fútbol con ese nombre ni conoce a ningún Pizarro. Gumersinda toma el vuelo de las seis de la mañana y pone sus pies en Juliaca alrededor de las ocho. Espera unos minutos en los que pelea para conseguir un buen espacio en el taxi que por diez soles la llevará a Capachica (San Salvador de). Allí encontrará la lancha para la isla, a la cual llegará alrededor de las once de la mañana. Pero sus familiares (especialmente sus hermanas) no la dejarán descansar por un buen rato. Luego de casi dos días y veinte horas de vuelo con diversas interrupciones, Gumersinda dormirá, esta vez no en una hermosa cama estilo victoriano sino en un colchón relleno de paja. Bueno, en realidad esto es lo que sucedería en caso de que Gumersinda volviera. Pero esto no sucede desde 1968. Ahora Gumersinda tiene una tarea demasiado importante por hacer. -¿Has leído Idiota del Apocalipsis? –me preguntó a quemarropa Natalia, apenas nos sentamos. Es común que ella me haga ese tipo de preguntas, para mostrarme que su panorama intelectual es más amplio que mi pobre, triste, rígida y limitada visión de ingeniero sobre las cosas. Su objetivo es recordarme que ella sabe más, mucho más que yo, y que su mundo es más rico. Y a mí, la verdad, no me importa como sí lo hace verla a ella rica, panorámicamente inteligente y hermosa, escucharla contarme por horas acerca de sus nuevas investigaciones literarias mientras yo babeo mentalmente pensando en lo lindo que sería besarla, acariciarla, despertar junto a ella en un departamento construido por mí. Ahora, por estar distraído, para variar, no había entendido qué quería preguntarme. ¿Me había preguntado por el Apocalipsis? ¿O por un idiota? Siempre lo mismo, siempre perdido en mis ensoñaciones. Mi ex tenía razón. Soy un romántico absurdo, un ser de otra época, alguien que se enamora de una sensación y de una misma historia mental. Según ella me enamoro como suele hacerlo una chiquilla. Ese es mi lado femenino. Debe serlo Después de todo, me decía mi ex (psicóloga) soy un hombre vaginal. Un hombre que sabe escuchar… -¿Me escuchaste? Oye, ¿me escuchaste? Estás en la luna, para variar… -¿Ah? No, sorry. El Idiota. ¿De quién? De Tolstoi, ¿no? -Ayayay. No, no. El Idiota del Apocalipsis. Es un poemario de Guillermo Chirinos Cúneo. -¿Quién? -Guillermo Chirinos Cúneo. Es un poeta extraño. Un poeta chalaco de la década de los sesenta. Publicó solo un poemario… –Idiota del Apocalipsis. -Ese. ¿Lo conoces? -No, no me suena. ¿Pero yo por qué tendría que saber de él? ¿Por lo chalaco? -Pues sí, claro. Resulta que vivía por tu casa. En San José. -¿En San José? San José, mi barrio. Por donde salía a pasear en bicicleta de niño. Frontera entre Lima y el Callao de verdad, barrio clasemediero incapaz de decidir, como sus habitantes, si era más Lima o Callao, más urbe tensa o puerto audaz. Yo crecí ahí, sí, con vergüenza de decir que habitaba en ese barrio que pertenecía, por esos caprichos de las ciudades, al puerto, estando más cerca del centro de la ciudad que del mar. Yo vivía ahí. ¿Pero ese barrio podía hacer que surgiera un poeta? ¿Un poeta de verdad? -Sí. Un poeta en San José. En eso pensabas, ¿no? ¿Qué crees, que un poeta tiene que nacer en cuna de oro? ¿O morir en la miseria? ¿O vivir en París, Londres o Nueva York? ¿O qué? -No, no. Si no que…bueno, sí. Me parece raro. ¿Y sabes dónde exactamente? -Bueno, tengo una dirección, sí. Debe ser cerca de tu casa… Gumersinda no limpia. Asear, sacar la mugre, eso lo puede hacer casi cualquiera. Gumersinda tampoco deja las cosas como nuevas: para eso están los detergentes y los líquidos lavavajillas de las propagandas. Ella deja todo verdaderamente inmaculado, intacto, recién creado. Eso no lo hace cualquiera. Y eso era lo que la hacía diferente. Eso lo que le permitió quedarse en Londres cuando no hablaba inglés. En cierto modo fue también lo que la obligó a partir después de haber estado con la familia de Guillermo. El viaje de Amantaní a Lima fue real. Su hermana fue la primera en llegar a la capital y gracias a una prima se colocó con una familia de la recién creada urbanización San José, Bellavista, Callao. En aquel lugar vivían ya algunas familias provincianas, llegadas años atrás con mucho esfuerzo. Pero también había familias que debieron salir del centro de Lima y sin embargo no tenían dinero para comprar casas en Miraflores o San Isidro, donde se estaba yendo toda la gente bien de aquellos años. Ir al Callao era autocondenarse al ostracismo. Lo mismo le sucedía a la gente que tenía casas en La Punta, reducto de una oligarquía chalaca en vías de extinción que deseaba salir de ese antiguo balneario en desuso, pero que no tenía plata para salir del puerto y que a lo suma llegaba a establecerse en esa nueva urbanización, en las que residían los verdaderos sin tierra y sin historia. No había quedado otra posibilidad para una viuda reciente que no tenía nada más que un hijo adolescente que escribía poemas y que no parecía querer una profesión decente, como la gente. A esa familia de madre viuda e hijo poeta llegó Gumersinda, gracias a la recomendación de una prima: fines de 1967. Limpiaba todo en esa casa grande y vacía, sobre todo el jardín inmenso y triste, y el cuarto del joven, siempre desordenado y mugroso. Gumersinda dejaba todo nuevo. Era un don, una de esas maravillas inexplicables. Aun en el cuarto del joven, que se empecinaba por sumar artículos extraños y escribir en cuadernos que nadie podía ver. Ella no entendía nada pero él sí. Él se dio cuenta de que aquella mujercita de piel oscura, su muchacha (¡qué lujo de propiedad privada!) tenía el don de crear, de inventar. Como el poeta primero, aquel que hizo el mundo con un verbo, o quizá con un poema. Ella hacia lo que él no podía por más que garabateara papeles y rasguñara libros y se empecinara en escuchar la voz del creador. El no podía. Ella sí. Estábamos en el parque de mi casa. Tenía que ser una señal. Un guiño del destino. Natalia y yo sentados en la banca, en silencio. Ella pensando en aquel poeta y yo apenas observándola hermosa en su duda, en su silencio. -Curioso que aquel poeta haya vivido ahí, frente a tu casa y tú ni cuenta. -¿Ah? -Que qué raro que Guillermo Chirinos haya vivido aquí, en tu mismo parque, y tú no te hayas enterado. -Bueno, ya te dije. Si es ese viejo loco que se sentaba a fumar en esta misma banca, de hecho sí lo conocí. Bueno, no lo conocí, pero sí lo vi. A mí no me dejaban salir mucho de mi casa y tenía que montar bicicleta alrededor del parque, nunca mucho más lejos. En las tardes, antes que me tocara regresar a casa, él venía a sentarse acá. Mi mamá decía que no me acercara, que era un fumón. A mí me parecía simplemente que estaba un poco loco. -Un incomprendido, otro poeta incomprendido. -No sé si incomprendido. Parecía loco, ya te dije. Claro, si era él… -Sí, era. Coincide con tu descripción. Poco antes de morir, en 1997, un par de poetas le hicieron una entrevista que no salió publicada. No salió publicada pero lo sabe. Lo sabe todo. Ella lo sabe todo. La vida de los mejores escritores, de los novelistas famosos, de los incomprendidos bohemios, de los poetas jipis. Yo solo sé un poco de resistencia de materiales, cuánto se necesita para que no se caiga una casa, para que si hubiera un terremoto un edificio se mantenga en pie y no colapse. Ella, hermosa, inteligente. Yo lleno de números en la cabeza. Yo como un ensayo aburrido; ella, un poema. -…poema. -¿Ah? -¿Me escuchaste? Nunca me escuchas. -No, sí. Sí. Pero no sé. ¿Un poema? -No me escuchaste, idiota del Apocalipsis. -Sí, el poemario. -No, idiota del Apocalipsis eres tú, pavo… –dijo ella, riendo a carcajadas. Burlándose de mí, pero tan hermosa y con tanta confianza que me hacía feliz. Allí, en mi parque, los dos riendo. Sentados en la banca del poeta. Ella le gustaba por eso. Porque podía hacer lo que él no. Crear. Así se enamoraron. Ella atraída por aquel jovencito extraño, tan blanco y diferente, que casi nunca salía de su cuarto. Él porque sabía que ella era la verdadera poeta. Entre 1966 y 1967 él escribió – gracias a Gumersinda, sin duda– aquellos ocho poemas: “Rojo en la ciudad”, “Muñecos”, “Gatos nocturnos”, “Otoño”, “El sismo”, “El derrumbe”, “Cenicienta”, e “Idiota del Apocalipsis”. Desde que estuvo en su casa, desde que ambos se amaron con la simpleza del desconocimiento, Guillermo pudo escribir. Crear como ella. Y sin embargo él escribió “Cenicienta” porque pensaba que después de todo la había poseído aprovechándose de su ingenuidad de muchacha provinciana. -¿Cenicienta? –Tú fuiste la sirvienta de mi casa / Tenías un cuarto de terrazas y escaleras/ Y tus pechos derrumbados por mis ojos, / cayeron a mis ojos, derrumbados:/ Una cascada desflorada: / Ano y sangre, Cenicienta –recitó de memoria Natalia. -Pucha, un poco fuerte. O sea que este pata escribió el poema luego de violar a su empleada… y encima le puso “Cenicienta”… eso pasó, ¿verdad? -No sé. -Un ratito. Tú sabes todo, Natalia. Este pata abusó de su muchacha y luego le dedicó un poema. Era un maldito… -Eso suena horrible. -Disculpa… pero el poema dice cosas peores. -No sé. Es poesía. Pero sí, en todo caso es curioso lo que dijiste. Muchos consideran a Chirinos como un poeta maldito. Pero no se puede decir nada de la poesía… -¿Poesía? Es que suena demasiado real. No entiendo cómo alguien puede escribir poesía luego de violar a su empleada. Está mal, ¿no? -La poesía no está ni bien ni mal. La poesía es. -¿Es? Es una cochinada si es así. O sea que yo te puedo violar ahora, pero si luego lo escribo y suena a poesía ¿está bien? -No sé. No. No creo. La poesía viene de las entrañas. -Y va a las entrañas si te violo también, Natalia. Sorry. Pero si este pata violó a la empleada era, te guste o no, un salvaje. Un imbécil. -No creo que la haya violado. -El poema parece un poco real, ¿no? -Sí, es cierto. Pero no es realidad. La poesía simplemente es. La literatura simplemente es. No puede juzgarse como cualquier hecho de la realidad. Además, tú nunca me violarías. -Nunca se sabe, Natalia. Nunca se sabe. Ella se queda en silencio, hermosa. Jamás te violaría, Natalia. Lo siento. Jamás. Nadie que ame de verdad puede violar a alguien. No. No se puede. Eres mi Cenicienta le decía el poeta. Y le recitaba cosas que ella no entendía. Gumersinda apenas entendía el español. Pero le gustaba dormir con el joven. Le gustaba porque después de acostarse él le hablaba, y aunque ella no entendiese nada, sabía que eran cosas hermosas. Sabía que él la quería. Entendía esa palabra Él le decía cosas y le gustaba verla sonreír. Apenas si hablaba. Las palabras apenas le salían, pero él sentía que cada una era posible gracias a ella. A esa mujer. Poma, fámula, apio, ámbar, nalgas de ceniza. Ella era quien daba vida a las palabras. Ella era su verbo y su poesía. Y él nada más que un estúpido lector del fin del mundo, un idiota del Apocalipsis. Esa banca en la que estábamos Natalia y yo, la banca del poeta, sería nuestra banca. Ella se quedó pensando luego de aquella larga conversación y se dejó abrazar, acariciar. Dejó que le diera un beso en la frente, otro en la nariz, más en sus ojos, en su cuello, en su boca. Había quedado desarmada. Ella siempre tan segura de sí, dejaba que yo hiciera lo que quisiera. Besándola fui acariciando sus senos pequeños y firmes, sus muslos estrechos bajo los jeans raídos. Natalia simplemente me dejaba. Y cuando yo ya no sabía qué más hacer, inexperto enamorado sin armas reales para atacar salvo aquel bulto inocultable en el pantalón, me detuvo. -What a wicked game I play. -What?! –dije, despertando apenas de mis arrebatos. Nos conocimos en las clases de inglés y era normal que a veces me interrumpiera con alguna frase gringota. Pero esta vez era distinto. -Sorry, Chicho. No podemos seguir así. Disculpa. Pensé que podría sentir lo que sintió la Cenicienta. Pero no quiero que me violes… -¡¿Violarte?! Yo jamás te violaría, Natalia. Jamás. -¿Por qué no? -Porque estoy enamorado. Es claro, ¿no? Te quiero. Más que a nadie. No sé qué pasó. Era como si… -Como si quisieras violarme. -No, no. -Admítelo. -Bueno, la verdad no sé… ¿Hiciste eso solo para demostrarme que la violación de tu poeta no fue violación? -Casi. La verdad no sé bien. Pensé que podría sentir algo… Sorry, Chicho. No quería que esto pasara. -¿¡No querías que esto pasara?! ¿¡No querías que me enamorara de ti?! ¡Estás loca! -Puede ser, sí. Bueno, sorry de nuevo. Me tengo que ir…nos vemos en clase mañana. Se fue caminando deprisa hacia su carro, estacionado apenas a unos metros de nuestra banca. Eran casi las once. Habíamos estado toda la noche ahí. Y del Callao hasta su hermoso barrio era más de una hora manejando. En otra ocasión me hubiera parado, la hubiera seguido y me hubiera ido con ella para después regresar en combi solo, luego de permanecer conversando una hora frente a su casa. Hubiera demorado más de dos entre que caminaba al paradero más cercano, esperaba una Custer que me llevara el centro de Lima, y luego tomaba mi combi Lima-La Punta, cuidando que no me robaran en la esquina de Tacna y Colmena, hasta llegar finalmente a mi casa. Pero esta vez no me moví. Era como si estuviera pegado a la banca. Y sin embargo, después de un instante, de verla partir, me di cuenta de que era cierto. El suyo era un juego malicioso. Y yo un imbécil que seguía enamorado. Esta vez al menos la había besado, que era lo que había soñado todos los días, despierto y dormido, por más de un año. Y nadie me quitaría lo bailado. Cenicienta tuvo que irse cuando la madre de Guillermo se dio cuenta de que su hijo estaba enamorado. No hubiera pasado nada si simplemente hubiera abusado de o acostado con ella. Pero Guillermo se había enamorado. Estaba loco por ella. Y lo peor era que en cierto modo lo entendía. Gumersinda no era hermosa, pero hacía bien lo que se le pedía, era simple, silenciosa y delicada. Pero no. No podía permitir que Guillermo siguiera así. Ya era suficiente con que se dedicara a la poesía y no tuviera un oficio fijo. O quizá sí. Quizá ella lo pudiera cambiar. ¿Pero no podía conseguir alguien mejor? ¿Tenía que ser una cholita de una isla perdida del Titicaca? Gumersinda tuvo que coger sus bártulos e irse una madrugada. Y se fue silenciosa, sin despedirse de Guillermo. Se fue caminando sin rumbo conocido hacia el único lugar que conocía. Se fue hacia el centro de Lima. ¿Por qué la seguía queriendo si había jugado conmigo? ¿Si sus besos no eran más que una broma para ponerme a prueba y comprobar su teoría sobre la violación? No lo entendía. A lo mejor era mi estrechez de mente. O mi falta de experiencia. Yo imaginaba que con Natalia había comenzado a poner los cimientos de una futura relación. Había ya estructuras y un poco de cemento, las columnas iban creciendo, y cuando nos besamos (siguiendo con las metáforas – yo también puedo), pensé que era el tiempo de comenzar el vaciado. De llenar los techos y colocar el hormigón, armado como estaba. Y de repente, cuando parecía completo el andamiaje, todo se derrumbó. Dentro de mí, sin embargo, seguían las ganas de verla en las clases, donde su pelo rubio y su olor me distraían siempre. Continué sentándome a su lado para compartir cada ejercicio de inglés, para que me siguiera humillando con su excelente pronunciación, su sonrisa sarcástica cada vez que cometía un error estúpido. Vivía sin dignidad. Salvo nuestro contacto en el inglés, estuve varios días sin llamarla. No sabía qué decirle, ni tampoco cómo convencerla de vernos a solas nuevamente. Tenía que averiguar algo más del enigmático poeta. Comencé a preguntarle a mi familia y a mis vecinos, y decidí finalmente ir a su casa, hablar con la viejita que vivía ahí, la madre del idiota apocalíptico. Era efectivamente ella. Apenas le pregunté por Guillermo, su hijo, el poeta, sus ojos se abrieron y sin decir palabra me hizo pasar. Conversamos en una sala grande, ocupada apenas por un
sillón desvencijado y un banquito de madera en el que me senté. El otro mueble era una radiola inmensa y antiquísima en la que se escuchaba una estación de esas que pasan canciones románticas de otras épocas. Ahí la madre del poeta me contó parte de la historia, aquel pretexto que me faltaba para llamar a Natalia e invitarla de nuevo a sentarse conmigo en la banca del parque, nuestra banca. La vieja recordaba perfectamente a Gumersinda. -Bueno. Sabes que es un rito de iniciación casi admitido en nuestra sociedad. El derecho del señor sobre su sierva. Un derecho de pernada velado, trasladado al siglo XXI; bueno, al siglo XX en el caso del poeta. -¿Perdón? No puedo creer que me digas eso. -Pero ¿me entiendes? -Por supuesto que te entiendo. Entiendo toda tu teorización sobre el derecho de pernada moderno. Lo que no entiendo es otra cosa: que tú, tú que siempre dices que no hay que confundir al autor real con la voz poética o algo así, ahora aceptes que el poeta puede haber escrito esto luego de haber violado a Gumersinda. -Bueno, sí. Uno no puede…no, no debe confundir a la persona de carne y hueso con el autor de una obra. Pero en este caso si lo que te dijo la vieja esa es cierto… -Lo que dijo la vieja es otra cosa. Ella cree que estaban enamorados. Y por eso echó de la casa a la chica. -Lo cual, además, es normal. -¿Normal? -Bueno, imagino que tendría miedo de que la cholita tuviera un hijo, o sea, un nieto de ella, ¿no? -¿Y eso te parece normal? -Normalazo. Alucina que a mí me embarace el chofer de mi viejo. -Te botarían de la jato. -Bueno, nunca pasaría. Pero los hombres son más débiles con la carne, ¿no? Sabía que esto me lo decía por lo que pasó la última vez. Poco a poco la conversación fue invadida por un sentimiento muy distinto al amor que sentía hasta entonces por ella. No podría decir que de repente la odiara, tampoco. Pero sus palabras, sus justificaciones eran para mí inaceptables. «Tener un hijo de la chola», «derecho de pernada moderno». Aquella teorización ocultaba algo que me parecía despreciable.
Caminó sin destino. Era muy temprano y cuando se acercó al centro le extrañó escuchar esos ruidos atronadores. La tierra misma temblaba. Siguió caminando hacia la Plaza de Armas. Pensaba llegar y sentarse en una de las bancas para descansar los pies. Pero no iba a llegar. Los tanques seguían acercándose (habían estado arribando durante toda la madrugada). Ella no sabía quién era el general Velasco ni se hubiera imaginado que sería el nuevo presidente. Era el 3 de octubre. Un soldado la vio, bajó de uno de los tanques que iba a la Plaza de Armas e intentó forzarla ahí mismo. La arrinconó contra una de las columnas de la iglesia de La Merced y empezó a jalonearla. Sus gritos llamaron la atención de un auto que pasaba. Un hombre rubio e inmenso bajó se bajó para acercarse por la espalda al soldadito. Apenas si lo empujó y le dijo que era el Embajador del Reino Unido en el Perú. Aquella chica era su muchacha y cualquier cosa que hiciera generaría un incidente diplomático. El soldado no atinó a nada más que acomodarse los pantalones que había empezado a bajarse y cuadrarse frente a ese gringo inmenso al que a duras penas entendió, pero que estaba vestido como un general, y debía serlo seguramente. Musitó unas disculpas y los escoltó hasta el auto, donde aguardaban una mujer rubia y muy gorda y dos niñas de unos tres años, blancas como nunca antes había visto. El auto arrancó de inmediato. El Embajador White iba camino al aeropuerto para salir en el primer vuelo de Braniff rumbo a los Estados Unidos, destino final Londres. Gumersinda iría con ellos. Nadie haría preguntas, el país había sufrido el vigésimo séptimo golpe de Estado de su historia. Nadie estaba para preguntas en ese momento. -Tenía miedo de que embarazara a la chica. Se estaba enamorando de Gumersinda. -Y usted la echó. -¡Era la empleada de la casa! -Por más que Guillermo estuviese enamorado. Y ella seguramente también. -¡La empleada! ¿Entiendes? ¿Tú crees que a tu madre le gustaría que tú te enamoraras de tu empleada? -No, supongo que no. -A mí tampoco. -Pero por lo que me dijo antes, Guillermo estaba enamorado. -¡Claro que estaba enamorado! ¡Era una chica linda! ¡Distinta! Yo sabía que él la iba a buscar en las noches, y que a veces ella también iba a su cuarto. Alguna vez los espié. Me quedaba escuchándolos. Guillermo le decía cosas lindas. Y ella aprendió a leer con él. ¿Entiendes? Se estaban enamorando, pero yo no podía dejarlos. -Sí, lo entiendo más o menos. Tranquilícese, señora. Tranquila. -Al final fue mi culpa. Si no la hubiera echado quizá Guillermo no hubiera terminado así. -Tranquila, señora, tranquila. La vieja estaba agitada. Sus ojos brillaban bajo el único foco de la sala. Ahora se arrepentía. Sabía que había metido la pata. Guillermo, me contaría después, la buscó por días, por semanas, por todos lados. Pero era octubre de 1968. Justo en medio del golpe del Chino Velasco. Todo se complicó. Nunca la volvieron a ver. Guillermo había cambiado durante el tiempo que estuvo enamorado de Gumersinda. Pero cuando ella se fue volvió a sus depresiones y sus cosas. Salía todo el día a caminar, a buscarla. Su salud se fue al traste. Trago. Droga. Estuvo internado primero, hizo rehabilitación en su propia casa después. Comenzó así su largo camino a la muerte, y con ella el mayor sufrimiento de la madre. Aquella viejita que se había quedado dormida en su sillón luego de haber llorado frente a mí. Conmigo. Gumersinda se instaló en casa de los White en Londres, y trabajó con ellos durante cinco años. Seguía teniendo sus dotes mágicas para dejar las cosas como nuevas. La gente que iba a la casa de los embajadores White se quedaba impresionada con ella y cuando al matrimonio le tocó viajar nuevamente a fuera de su país, Gumersinda se quedó en Londres. Se dio cuenta de que podía trabajar en diversas casas y ganar más dinero. Los White le dejaron ocupar la casa de Chelsea mientras ellos iban a su misión en Sudáfrica, donde fueron brutalmente masacrados en una de tantas desgracias racistas. Gumersinda se quedó nuevamente sola, esta vez en Londres, con la residencia que aquellos blancos salvadores le habían dejado a cuidar y que nadie reclamaría nunca. Allí se quedaría a vivir. Fue allí donde un día de 1999, más de veinte años después, ella recibió una carta que había dado la vuelta al mundo. La carta de Guillermo, su querido Guillermo. Un poema que Gumersinda leyó pero apenas entendió, pero que aún así contestó. -Entonces te parece normal que el poeta haya violado a la chica. -Bueno, según tú estaban enamorados. -Es lo que cree la madre. -Da igual. -¡Da igual que haya violado o no a la chica! -Si después de la violación escribió ese poema, no importa. -¿¡No importa?! -A veces el sufrimiento puede crear la más hermosa expresión artística. -¿¡Qué?! -Miles de artistas se han inspirado en el sufrimiento. -Un toque. Supongo que hablas de la guerra, de la muerte. Del sufrimiento propio. No de violar a alguien. No de haber matado a alguien. -Ya te dije. Si después ha surgido arte vale la pena. -Pucha que estás mal, ah. -No sé qué tanto problema te haces… si además era su empleada. Seguro que era una de esas cholitas pendejas que buscan asegurarse con el patrón. Una Natacha. -¡Puta, qué cojuda eres! -¿¡Qué me has dicho?! -Que eres una cojuda. ¡Una co-ju-da! Esas fueron las últimas palabras que dirigí a Natalia, que, ofendida, se paró de la banca que pensé sería nuestra. No sé cuántos insultos me lanzó. No me interesó. Me di cuenta de lo que había pasado. No la quería. Me había enamorado de una hermosa chica que piensa que el arte está por encima de todo, de las vidas, de la muerte, del amor. Absolutamente de todo. Me di cuenta de que no lo podía tolerar. Desde entonces nunca más se apareció en las clases de inglés. Yo seguí yendo. Seguí también visitando a la viejita, a la madre de Guillermo Chirinos Cúneo. Y desde entonces he comenzado a leer más poesía. Pero no me he vuelto a enamorar. La contestación de Gumersinda llegó cuando Guillermo Chirinos estaba ya muy grave. Fue un milagro que la primera carta llegara. Un milagro mayor que la respuesta lo hiciera. El poeta murió pocos meses después, en diciembre de 1999. Pero antes de morir, en una de sus alucinadas ensoñaciones, embaló todos sus poemas y cartas regresadas y los mandó a la dirección de Chelsea que estaba en el destinatario de la carta de Gumersinda. Desde entonces ella sale a recorrer Londres a buscar pequeñas cosas que recoge y lleva a su reluciente casa. Solo hay un cuarto desordenado en la casa. Un cuarto del sótano que es muy parecido –en realidad es idéntico– al que en el que cuarenta años antes ella y Guillermo habían comenzado a reconocer las palabras y los objetos. Recoge sobre todo plásticos, papeles, pedazos, partes y piezas de lo que sea. Con ellos va a su casa y se encierra en aquella habitación en la que quizá, a veces, aparezca Guillermo Chirinos Cúneo, y en la que si ustedes pudieran entrar, entenderían lo que es la verdadera Poesía.