Quizás unas de las mejores reseñas que he leído sobre La teta asustada ha sido la de Beto Ortiz. No por su alto conocimiento semiótico que ayude al lector a comprender los innumerables símbolos que la película de Claudio Llosa presenta, sino porque las palabras de Beto comulgan con las sensaciones que a muchos nos ha dejado la película. Esta mujer, Magaly Solier, huantina y nieta de una mujer asesinada por la guerra interna terrorista del Perú de los 80 y 90 tiene un dolor, pero también rabia. Ella al igual que Fausta tiene cuentas pendientes con la vida.
Magaly Solier no es una actriz, es una tempestad. Una granizada fantástica, una lluvia no predicha, una tormenta de nieve en la puna. La noche que se precipitó sobre nuestro programa, nos movió el piso a todos con su extraña hermosura. Su dulcísima inocencia te desarma por completo.
Su sola presencia es una luz boreal que te hace parpadear y su figurita etérea –que las cámaras adoran– la emparenta con las diminutas hadas que merodeaban por el laberinto del fauno. Pero la profundidad de su mirada evidencia el tipo de inteligencia fiera que no puede evitar cierta suave simpatía por el mal. Si consigues sostenerle la mirada notarás que uno de sus ojos tiene una manchita, una nubecilla oscura, un lunar aciago, como si una gota de sangre ajena le hubiera salpicado en medio de quién sabe qué violencias. Es este rasgo casi invisible el que salva a Fausta –su memorable personaje– de ser la típica sufridita achachau de las estampas indigenistas. Fausta tiene sangre en el ojo, tiene cuentas pendientes, tiene el llanto de siglos embalsado, tiene rabia. Y la rabia siempre salva.
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Flotando en el aire acondicionado de mi oficina, escribiendo esto un sábado por la tarde, con el sol alardeando afuera y el canal casi vacío me siento Fausta sentadita en su cocina. Una doméstica inmóvil en su cocina impecable que, en realidad, ni siquiera es su cocina. Es la cocina de la dueña, ancha y ajena. No pues, no es esto con lo que ni ella ni nadie soñaría. Fausta está triste hoy, estuvo triste ayer, estará triste mañana. Corrección: Fausta no está triste, Fausta es triste. Por mucho que le regalen ropita nueva y me la vistan de bobos y festones. Cuando ya no es posible establecer su origen con precisión, la tristeza deja de ser un estado de ánimo y se convierte en una música de fondo, en un camino que se abre solito bajo tus pies, en un designio. O acaso en el mitológico castigo que mereces, en la sanción de un dios sabio que te hace mierda en nombre de lo mucho que te ama, un padre bueno al que –en el fondo– todo esto le duele mucho, pero mucho más que a ti.
Estando aún en su vientre, Fausta ha visto con horror cómo unos malditos violaban a su madre. Nosotros también. Y lo seguimos viendo, todos los días de la vida. ¿No es acaso esta tierra herida en que vivimos una gran madre a la que vemos ultrajada una y mil veces por los mismos violadores que se turnan el festín? ¿Les pareció muy sorprendente que nuestro excelentísimo primer mandatario se haya abstenido estratégicamente de salir en la foto condecorando a Claudia Llosa? Ya pues, no seamos caídos del palto, tampoco había que sorprenderse tanto.
“Aquí estoy apestando a tristeza” –reza en quechua uno de esos ¿cánticos, mantras, salmos, letanías? mediante los cuales se van desenvolviendo asombrosamente las infinitas, exquisitas telas de cebolla –o de fardo funerario– que componen esta historia lancinante. La imagen no podía haber sido más certera: la tristeza aísla, aleja, encierra, confina, aburre, fatiga, enferma, asfixia, aniquila. Llevarla a cuestas equivale a convertirse en el portador perpetuo de un hedor insoportable que los ahuyenta a todos y que, sin embargo, con el paso del tiempo, se va volviendo cada vez más imperceptible a nuestro olfato hasta que llega el momento en que creemos que la peste se ha esfumado por completo. Grueso error. Sucede simplemente que ya nada huele a nada.
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