Contra viento y marea, Alfredo Bryce Echenique sigue siendo un escritor entrañable e incansable. Aun cuando algunos críticos lo acusan de repetirse, pienso que con novelas como «Un mundo para Julius» o «La vida exagerada de Martín Romaña», entre otras, Bryce ya alcanzó un lugar descatado en uno de los capítulos de la literatura contemporánea en lengua castellana. ¿Cómo desmerecer – entre otra habilidades – esa gran capacidad para generar la ilusión de la oralidad en una novela escrita? Quienes escriben saben que no es tan fácil transubtanciar el discurso oral y el discurso escrito.
Encuentro en el blog literario Boomeran(g) una crónica suya titulada «Pequeña mitología parisina» la que, además, se completa con fotos de Jean Marie Del Moral. En ella, el escritor peruano regresa al París donde vivió entre 1969 y 1984, y muy a su manera – divertido, nostálgico, cariñoso, todo al mismo tiempo-recorre los restaurantes, bares, cafés, hoteles y terrazas que guiaron sus pasos en esos años de labor creativa en la Ciudad Luz. A contiuación un fragemento que transcribo para ustedes
PEQUEÑA MITOLOGÍA PARISINA
Era el quinto de una serie de viajes a Francia y esta vez le propuse a Anita, mi esposa, poner en práctica aquello de la relatividad de las cosas de esta vida, muy a nuestra manera. El asunto consistiría nada menos que en empezar por el hotel más caro, en nuestra visita a París, e ir bajando en doce días hastael más barato de cuantos conocí en los quince años que allá viví. Y, a guisa de complemento, el asunto se combinaría, al revés, empezando por comer cada noche en un restaurante de muy distinto nivel, desde un muy modesto cuscús argelino en algún antro del Barrio Latino, y terminando, cómo no, nada menos que en Le Grand Véfour, cuyos comensales incluyen entre miles de otros al gran Victor Hugo, hace siglo y medio, y al inmenso Orson Welles, más recientemente. Por cierto, algunas reservas las tuve que hacer con meses de anticipación, pero realmente valió la pena tomar tantas precauciones. Y la recompensa no fue sólo la altísima calidad de unos condumios firmados por los más grandes chefs, tanto en el histórico Le Grand Véfour como en el inimitable Lapérouse, con vistas sobre el Sena y la vecindad del puente del Alma, sino por el espectáculo que es asistir al encendido de un cigarro puro —para un cliente que lo pide—, por un experto en la materia.
Entre la prestidigitación y el malabarismo, yo realmente no sabría cuál elegir, a la hora de nombrar este one man show humeante que, tras dejar perfectamente bien encendido un inmenso habano, se lo entrega a su propietario y arranca con el próximo cliente. Y todo esto nos ocurrió, tanto en Le Grand Véfour como en Lapérouse, y quienes realizaron el encargo fueron, también en ambos casos, seis señores sin señoras, que jamás utilizaron la palabra dinero, pero en cuya conversación, banal recuento de viajes de placer que uno de aquellos señores les contaba a los otros, y así sucesivamente, creo haber visto pasar antes mis ojos —o en todo caso ante mis oídos— todo el oro de Francia. Y tal vez sea éste el momento preciso para señalar que, tanto en Lapérouse como en Le Grand Véfour, Anita y yo éramos los únicos extranjeros, tal y como si el acceso a estos templos de la gran burguesía bon vivante de París, y de toda Francia, les estuviera vedado a los turistas. ¿Era yo una excepción, debida a los veinte años que viví en Francia, entre París y Montpellier? No necesito ayuda para responder yo mismo a esta pregunta: “Si nos hablara usted de veinte generaciones, señor, entonces sí, tal vez, pero…”. Lo de los restaurantes se cumplió al pie de la letra, finalmente, pero en lo de los hoteles tuvimos que dejarlo a las cartas, porque al menos cinco eran el mejor hotel de París y, con absoluta certeza, tres, de entre unos diez realmente pésimos, merecían llevarse la palma en aquello de ser el hotel más pobretón de La Ciudad Luz.
Los naipes nos llevaron a empezar por el Hotel des Grandes Écoles, un viejo y barato local del Barrio Latino, cerca de la placita de la Contrescarpe, a cuyos cuatro costados viví, también por cosas del azar, durante los quince años parisinos de mi vida. Por allí también vivieron Descartes y Hemingway, que tan malos vecinos habrían sido, de haber sido contemporáneos, por supuesto. Y, no nos podemos quejar, el hotel de mis años heroicos se portó muy bien, en lo que a relación calidad y precio se refiere. Digamos, pues, que esta vez aquel primer hotel en que nos alojamos se portó muy baratamente bien, y punto.