Un Papá Noel en el Centro de Lima
Podía ser él, aun cuando apenas le veía el rostro, podía ser él, ¿por qué no? Los ojos grandes y algo verdosos, la frente pronunciada y llena de surcos. Claro que también podía estar dejándose llevar por la nostalgia navideña y nada más. La enorme barba sintética dejaba muy poco de su rostro al descubierto. Le habían maquillado los pómulos con un rubor rojizo para sugerir a un abuelo candoroso, no obstante, era evidente que estaba cansado y, quizás por ello, como que no ganaba mucha simpatía entre los niños que pasaban por allí.
Recordó que así se le afilaban los pómulos a él después de alguna discusión que se le armaba en casa, ya sea porque había llegado tarde o porque finalmente no había llegado a dormir. Los ojos verdes y algo apáticos, los surcos intensos en la frente y, principalmente, esas sutiles muecas de fastidio y abulia, eso era lo que le que había quedado de él como la última imagen antes de que despareciera finalmente de sus vidas. Y, de pronto, todos esos rasgos ahora reaparecían algo camuflados entre las barbas blancas de ese hombre embutido en un traje rojo de duende viejo. Sin embargo, todo podía ser tan solo una coincidencia. Una analogía algo forzada por culpa de estos días de clima navideño que siempre lo arrastraban a la nostalgia.
El jirón de la Unión parecía ahora demasiado estrecho para la desbordante cantidad de compradores que avanzaban entre tropezones. Había luces de navidad titilando en casi todas las fachadas de los comercios y también trineos de cartón y arbolitos de fantasía. En el cielo de Lima, como siempre, casi no había estrellas. El hombre de barbas blancas estaba apostado en el cruce con la avenida Emancipación. De tanto en tanto, agitaba una pequeña campana y voceaba saludos navideños. Tenía una voz carrasposa y gruesa. Mientras vivió en casa – recordó – tenía la costumbre de cantar rancheras y se lucía ante los invitados cuando llegaba el momento de hacer el falsete. Decía que sólo él y Pedro Infante alcanzaban esas notas musicales tan intensas. Si ahora le pidieran cantar La malagueña con falsete y todo, seguro que le saldría una voz vieja y cavernosa, sin pena ni gloria. Claro, en el caso de que ese hombre, un anciano ya, fuera él. Sintió pena. Si en verdad fuera él, ¿qué cosas le habían sucedido en esos años que lo llevaron hasta el jirón de la Unión a ese trabajito, seguro eventual, en una noche de Navidad?
Si fuera él, ¿qué le diría a la hora de presentarse?: Papá, ¿eres tú? Papá, ¿qué te ha pasado? O mejor aún, ¿qué fue lo que pasó? Nunca en todos estos años ni una llamada, ni una breve aparición al paso, como si hubieras arrancado una página del cuaderno de tu vida. No que te reclame por haberte ido, no es eso, por lo menos ya no ahora que tengo casi la misma edad que tú cuando te fuiste. Ya entendí que hay cosas que pasan. Pero, ¿por qué irte tan definitivamente? Claro está que eso podría ser lo que le dijera si acaso aquel hombre que agitaba la campana fuera él. Recordó que aún no había terminado de hacer las compras, que le faltaba comprar la muñeca bailarina que Marianita le había pedido por escrito a Papa Noel, con unas letras grandes y dibujadas con crayones, y que Mariana mamá le había enviado a su oficina junto con una nota formal y fría, de esas que Mariana mamá le escribía desde que estaban separados.
Papá, si fueras tú el hombre disfrazado de Papá Noel, ¿cuáles serían tus primeras palabras después de haberme reconocido? Ricardo, ¿eres tú? ¿Eso dirías? O tal vez, luego de quedarte en silencio unos segundos, dirías, hijo, perdóname, hay cosas en la vida que te arrastran a comportarte de manera extraña. O quizás, recuperado de la impresión, me hablarías con cinismo preguntándome sobre mi vida y la de la familia como si nada particular hubiera sucedido en tantos años, como si todo hubiera estado arreglado desde el principio y, por lo tanto, este encuentro fuera solo una grata casualidad en fiestas navideñas. Por supuesto, siempre y cuando, ese hombre relleno de espuma sintética dentro de su traje rojo, fuera Joaquín Gómez, su padre.
De tanto en tanto, cuando llegaban los ómnibus plomizos del Metropolitano al paradero y la gente se apresuraba hacia las puertas corredizas de la estación, Papá Noel terminaba zarandeado, con las barbas artificiales desalineadas, y las puntas del sacón rojo salidas de su cinturón negro. Sintió pena por él, estaba cansado y la sonrisa que mostraba parecía un gesto mal dibujado y pegado a la mala en su rostro barbado. Había sido una mala idea ir de compras al jirón de la Unión, hubiera sido más práctico ir a una tienda por departamentos; pero algo de añoranza lo había llevado a querer caminar por entre las añejas fachadas que aún subsistían en el Jirón. Cuando era niño, había caminado muchas veces por las mismas calles, pero iba de la mano de su padre y todo le parecía como más esplendoroso y más grande. Nunca había llevado a Marianita al jirón de la Unión porque para Mariana mamá este era un lugar decadente y hasta peligroso. Para Mariana mamá, todo en el Centro era decadente y peligroso, y eso ahora lo incluía también a él. Lo siento Mariana – pensó – a veces uno se equivoca, y se vuelve a equivocar: hay cosas que simplemente pasan y te arrastran a comportarte de formas muy extrañas.
A las diez de la noche, el Papá Noel del jirón de la Unión miró su reloj, luego miró hacia arriba como buscando alguna estrella en el cielo cerrado de Lima. Suspiró un par de veces y después caminó lentamente, como quien se dirige hacia la Plaza de Armas; sin embargo, finalmente giró hacia la derecha en el jirón Huancavelica que a esa hora parecía una calle abandonada flanqueada con tan solo algunos faroles de luz amarillenta. Si en verdad hubiera sido él, hubiera seguido de frente hasta la Plaza de Armas.
Recordó entonces, nítidamente, que antes de salir del Centro, en aquellos tiempos felices, a papá siempre le gustaba sentarse en los escalones de piedra que conducían a la Catedral. Desde ese lugar, ambos solían contemplar el paisaje de la Plaza: la gente que discurría, el árbol navideño gigantesco y luminoso que habían instalado, los adornos que colgaban de los faroles, el nacimiento enorme en el balcón del municipio. Él padre fumaba un último cigarrillo mientras el pequeño saboreaba el último chocolate antes ir a casa.
Por aquella época, él no tenía más de diez años y disfrutaba de las navidades junto a papá.
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