De Marsé he leído Si te dicen que caí y Últimas tardes con Teresa. Ambas son novelas magníficas que me enseñaron las historias que una guerra civil hace vivir a los hombres, muejres y niños. Este año, el premio Nobel de las letras españolas fue otorgado a este escritor catalán. El premio Cervantes, sin dudas, es el más prestigioso de las letras castellanas. Por ejemplo, Mario Vargas Llosa ha ganado también este galardón. Así como hicimos con Le Clezio les dejo las primeras líneas de su discurso publicado por El País.
Majestades, Señor Presidente del Gobierno, Señora Ministra de Cultura, Señor Rector de la Universidad de Alcalá de Henares, autoridades estatales, autonómicas, locales y académicas, amigas y amigos, señoras y señores.
Quisiera ante todo expresar mi agradecimiento a los miembros del jurado y a todas aquellas instituciones y personas que hacen posible, año tras año, el Premio de Literatura en lengua castellana Miguel de Cervantes. Me preceden, en lo más cercano de una larga lista de nombres ilustres, dos grandes poetas que admiro, Antonio Gamoneda y Juan Gelman, celebrados aquí en 2006 y 2007, y siento como si la poesía me tendiera la mano.
Así que no podía esperar mejores valedores ni mejor acogida.
Porque la verdad es que yo nunca me vi donde ustedes me ven ahora. Los que me conocen saben que me da bastante apuro hablar en público. Créanme si les digo que el otro día, en Barcelona, antes de emprender viaje, tentado estuve de entrar en casa de don Antonio Moreno, que guarda la cabeza encantada y parlante desde los tiempos en que don Quijote y Sancho visitaron la ciudad, y traerme esa testa para que hablara hoy en mi lugar. A buen seguro que habría dicho palabras más sabias y de más provecho que las mías. Sin embargo, la ilusión de recibir el premio que tan generosamente se me otorga se ha impuesto, venciendo las aprensiones. Sé lo que representa tan alta distinción y a lo que ella me obliga en el futuro. Aquí, ahora, se me ofrece también la oportunidad de exponer algunas consideraciones sobre mi persona y mi trabajo, pero antes quisiera, con su permiso, ampliar el capítulo de agradecimientos, evocando el recuerdo de algunos amigos que hace mucho tiempo, cincuenta años atrás, cuando empecé a publicar, me otorgaron su confianza y su apoyo. Algunas de estas personas están entre nosotros, otras se fueron ya. A todas ellas debo buena parte del alto honor que hoy se me concede. Son, en primer lugar, Paulina Crusat, desde su amada Sevilla y su generosa tutela, y desde Barcelona Carlos Barra1 y Víctor Seix, que en mil novecientos cincuenta y nueve me acogieron en su editorial, al frente de un irrepetible comité de lectura. Aquel comité estaba compuesto por Joan Petit, Jaime Gil de Biedma, Jaime Salinas, Gabriel y Juan Ferrater, Luis y José Agustín Goytisolo, José M» Valverde, Josep Mª. Castellet, Miquel Barceló, Rosa Regas y Salvador Clotas. Y no quiero olvidarme de los escritores amigos de Madrid, que por aquellos años nos visitaban a menudo, mis entrañables Juan García Hortelano, Ángel González y Pepe Caballero Bonald, y Gabriel Celaya y Juan Benet. Y de manera muy especial deseo mencionar a Carmen Balcells, mi agente literaria de toda la vida, de ésta y la de más allá, sobre todo desde el día que tomé prestada una ocurrencia de Groucho Marx y le dije: Querida Carmen, me has dado tantas alegrías, que tengo ordenado, para cuando me muera, que me incineren y te entreguen el diez por ciento de mis cenizas.
Antes de conocer a estas personas, que habrían de ser tan importantes en mi vida, yo no había tratado a nadie que tuviera que ver con la literatura, o con el mundillo literario. Prácticamente no había salido del taller de joyería de mi barrio, en el que entré como aprendiz a los 13 años, y me apresuro a decir que muy contento, pues la necesidad de llevar otro jornal a casa me liberó de un fastidioso colegio en el que no me enseñaron nada, salvo cantar el Cara al Sol y rezar el rosario todos los días. Y cuando publico los primeros relatos en la revista Ínsula y la primera novela en Seix Barral, sigo en ese taller. Por cierto que mis credenciales sociales y laborales, al darme a conocer en aquel estupendo grupo editorial, suscitaron ciertas expectativas, no estrictamente literarias, sino más bien ideológicas, asociadas a las premisas de un realismo social muy en auge por aquellos años. Fue algo presentido: nadie habló nunca de ello, pero flotaba en el aire la idea, la posibilidad de que el recién llegado a la trinchera noble de las letras aportara una narrativa de denuncia, un testimonio objetivo y de primera mano de los afanes y las virtudes intrínsecas de la clase obrera. Yo podía quizás haber sido, lo digo sin un ápice de sarcasmo, el «escritor obrero» que al parecer faltaba en el prestigioso catálogo de la editorial. Halagadora posibilidad que a su debido tiempo, la fábula de un joven charnego del Monte Carmelo, desarraigado y sin trabajo, soñador y sin medios de fortuna, pero también sin conciencia de clase, sencargaría de desbaratar.
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