EL TIO NORBERTO
Que en la familia había un pariente que estuvo en la cárcel por terrorista fue el secreto que todos habíamos escuchado en alguna que otra reunión familiar. Aunque de ese tema solo se podía hablar en voz baja, susurrarlo, pero de ninguna manera comentarlo abiertamente. Era un tema vergonzoso y, lo mejor, era ir obviándolo paulatinamente, hasta que terminara por borrarse de la memoria familiar. Al menos, ese era el consejo de los parientes mayores, que eran quienes parecían más afectados con la historia del pariente subversivo.
Pero a pesar de todos los intentos, la historia del tío terrorista volvía, de cuando en cuando, para sacudir los cimientos de la familia y desempolvar recuerdos.
Una tarde de julio, al volver a casa del colegio, nos dijeron que entráramos por la cocina porque mamá estaba atendiendo una visita en la sala y nadie debía molestarlos. Nuestro primo Daniel, que pasaba una temporada con nosotros, porque su universidad le quedaba más cerca, no pudo callarse más y se le escapó la noticia de que la visita misteriosa era nada menos que la del tío Norberto, el tío terruco, ese mismo. Entonces nos abalanzamos hacia la puerta que daba a la sala, por la cocina, para tratar de mirar algo desde algún intersticio; sin embargo, no pudimos ver mucho, apenas el perfil delgadísimo de un hombre: su nariz aguileña, sus antejos gruesos, la cabeza algo gacha, y mi madre, de espaldas a nosotros, acariciando a ratos el rostro de ese hombre o sujetándolo, suavemente, por unos de sus brazos, mientras le decía cosas que no alcanzábamos a oír.
Esa tarde, el tío Norberto se fue discretamente, sin saludar a nadie más, y cuando quisimos indagar algo, mamá, con un tono determinante, ordenó que no se hablara más del tema y punto. Solo llegó a mascullar que no se podía vivir siempre con el rencor, que ya habían pasado muchos años, que era una barbaridad, que ya era tiempo de reconciliarse. Luego se metió por los cuartos a poner la casa en orden. Nosotros nos quedamos confusos. La conducta de mamá nos pareció muy extraña. Ella no era así, más bien, solía ser explosiva, deslenguada y siempre tenía un comentario picante sobre cualquier chisme familiar. Sin embargo, esa vez, solo se escabulló por los cuartos musitando unos rezos ofuscados y recriminándole muchas cosas al destino y a este mundo de locos.
Todos nosotros ya estábamos al tanto de que el tío Norberto había quedado libre luego de haber cumplido su condena por extremista, y que al salir, se había refundido por algún lugar de Lima, lo más lejos de todos los parientes. Para nosotros, a esa edad, lo de la subversión era un tema un tanto complicado, uno de esos capítulos de historia que se nos entremezclaban con otros tantos hechos del pasado que nos enseñaban en el colegio, y que venía luego, con tarea de por medio, más muchas preguntas que había contestar en los exámenes.
Con palabras más o palabras menos, de todo lo que nos explicaron, habíamos entendido que un grupo de terroristas, muy locos, habían querido capturar el gobierno a través de la violencia, el asesinato y muchos atentados, y que todo eso había ocasionado miles de muertos. Esos fanáticos habían sido guiados por un loco mayor que ahora se carcomía en un penal. Que eran unos dementes y criminales que casi destruyen al país que, por poquito, se salvó de ser gobernado por ellos: unos extremistas que buscaban destruir la democracia. Y claro, entonces nos caía otra larga tarea en donde había que explicar lo que significaba democracia y cómo así era el mejor modo de vida para nuestro país. Para nosotros, en ese tiempo de adolescencia, esos solo eran relatos con fotografías en blanco y negro.
¿En verdad, el tío Norberto había derribado torres? ¿Había hecho explotar coches bomba? ¿Había disparado contra policías? El tío Norberto, así tan flaquito como se le veía, ¿había sido capaz de matar? ¿Y ustedes qué creen?, nos increpó el primo Daniel – que por algo estaba en la universidad- ¿ que el tío estuvo preso por las puras? No, claro que no, él hombre había sido un terrorista convicto y confeso. ¿Y eso por qué? ¿Qué le pasó? Y nuestro primo, mirándonos con desprecio, nos preguntaba: ¿y ustedes que aprenden en el colegio? Y nosotros, en mancha: ya, primo, tampoco te alucines lo máximo porque ya sabemos que te han jalado en un curso. Y él: ¡qué tarados que son! No tienen ni idea de lo que pasó. El terrorismo por poco se sale con la suya. Y si eso hubiera pasado, entonces ahora las cosas serían distintas y el país estaría jodido. No habría libertad. Entonces nosotros le retrucábamos: ¿y no dicen que ahora también estamos jodidos? ¿Qué todo está mal? Y el primo, palmeándose la frente: ¡Ah, pero qué brutos que son! No han entendido nada.
Un par de meses después de la misteriosa visita, mamá nos hizo saber que el tío Norberto estaba desahuciado, lo estaba matando una leucemia incurable: «Se está muriendo y nada se puede hacer». Algunas lágrimas rodaron por sus mejillas sonrosadas. Solo entonces entendimos por qué se había alterado tanto el día de la visita. Luego, por fin dio rienda suelta a sus palabras y contó que casi todos los parientes se habían mostrado impasibles con la noticia de que el tío se estaba muriendo; algunos habían dejado solo algunas palabras de condolencia; otros, algo de dinero que le encargaron a mamá. Por lo que nos dijo, solo unos cuantos lo habían visitado en sus últimos días.
El día en que lo enterraron, asistieron muy pocos. Mamá estuvo entre ellos. Cuando regresó, nos dijo que en el cementerio apenas si los dejaron escribir, con tinta negra y con un pequeño pincel, el nombre completo del tío, la fecha de su nacimiento y de su muerte, nada más, ningún epígrafe. Esas fueron las condiciones para aceptarlo en el nicho. Del tío Norberto no debía quedar nada más que unos datos que, con el tiempo, irían borrándose.
Después del entierro, en casa se habló menos de la historia del tío terruco. A los pocos días, mamá trajo a Mauricio, el hijo de nuestro tío fallecido, para que viviera con nosotros. Papá solo encogió lo hombros, como siempre, y dejó todo en manos de mamá. Acomodaron a nuestro primo en un cuarto que, hasta allí, había sido un almacén.
Durante todo el tiempo de su estancia con nosotros, lo recuerdo como un adolescente menudo, algo ensimismado, pero amable y colaborador, principalmente con mamá. Pocas veces pudimos hablar de su padre. Al parecer, él también lo había visto poco. Estuvo a su lado más tiempo solo cuando ya se sabía que estaba desahuciado. El tío Nolberto los había dejado cuando aún era muy chico para dedicarse a su causa. No, no era que nuestro primo no haya querido a su padre, nos decía, pero habían tenido muy poco tiempo para reencontrarse.
Cuando pasaron los años, el primo Mauricio partió de nuestra casa con un pasaporte visado en busca de otro futuro en un lugar lejano donde, le explicó a mamá, esperaba encontrar su camino.
Nunca más supimos de él. Supongo que nos olvidó, así como nosotros tratamos de hacerlo con el tío Norberto.