RESEÑA DEL AUTOR
Félix Terrones (Lima, 1980) escritor, crítico y traductor peruano residente en Francia desde el 2004. Asistente en la Université François Rabelais de Tours. Doctor en literatura por la Université Michel de Montaigne – Bordeaux III donde se graduó con una tesis dedicada a los prostíbulos en la novela latinoamericana. Autor de la colección de novelas cortas A media luz (PUCP, 2003) y de la novela El silencio de la memoria (Mundo Ajeno, 2008). Editor de la obra de Sebastián Salazar Bondy para la Biblioteca Ayacucho de Venezuela. Traductor del colectivo Rebelión.org. El próximo año aparecerá Cenizas y ciudades, conjunto de relatos del cual Valientes muchachos forma parte. En la actualidad termina su nueva novela La tierra prometida, al tiempo que prepara un libro de ensayos dedicado a los prostíbulos en la literatura latinoamericana.
CUENTO
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VALIENTES MUCHACHOS
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Para Anne-Laure Beye, de su amigo escribidor. Les images choisies par le souvenir sont aussi arbitraires, aussi étroites, aussi insaisissables, que celles que l’imagination avait formées et la réalité détruites. Marcel Proust, Sodome et Gomorrhe
Cuando Antonio regresó de un viaje que prometía su consagración literaria, todos se agitaron en el bar para recibirlo como debía ser. Recuerdo, como si hubiese sido ayer mismo, la manera en que todos se organizaron para esperarlo en el mismo aeropuerto, llevarlo al bar e incitarlo – entre la ceniza de los cigarrillos y los vasos a mitad vacíos – a que cumpliera el papel que le habíamos impuesto, es decir, que nos cuente en qué barrio había vivido, con qué escritor se había cruzado, en qué editorial publicaría su nuevo libro y tantas otras interrogantes que sería despejadas por sus palabras, luminosas, cristalinas y vencedoras. Muy secretamente, sin embargo, ese interés por el amigo lejano que regresaba no tenía tanto de amistad sincera y desinteresada como de resignación frente a la vida. En otras palabras, de ganas de verificar en el retorno del amigo triunfante nuestro exclusivo ocaso, nuestra inalienable derrota. Como esos lectores que al identificarse con los héroes novelescos viven por procuración las vidas que ellos jamás llegaron a vivir, nosotros viviríamos durante un instante infinito en el resplandor europeo que Antonio no sólo conoció sino que también conquistó. De esa manera le entregaríamos un sentido – ajeno pero sentido al fin y al cabo – a nuestras vidas renunciadas a todo ardor y entusiasmo. Desde luego que en algunos de nosotros esto era inconsciente mientras que en otros, los más distantes pero con todo presentes, se trataba de un sentimiento que los llenaba de fascinación frente a la perspectiva del amigo que vuelve. (Acabo de escribir que todos se agitaron para recibirlo pero es mejor que me corrija ahora mismo que puedo hacerlo y que él no llega todavía a la barra, cuenta la misma broma de siempre, tira con desdén la moneda, única y distinta, y se entrega, metódica e indiferentemente, al ritual que aniquila al hombre, convierte a Antonio en Tony o, lo que es igual, disuelve nuestros sueños en lo más hondo de un vaso de cerveza). Mientras todos los demás se ajetreaban para recibir al amigo, convertido en escritor, yo me quedaba en mi esquina y los miraba hacer, indiferente a sus calificativos de envidioso y mezquino aunque muy secretamente igual de expectante por su llegada. No era mi culpa actuar de ese modo, ni siquiera mi elección; al contrario, yo me resignaba a cumplir el rol que las circunstancias me habían asignado en la mascarada de los regresos. En mi recuerdo, Antonio me había reducido a vivir bajo su sombra, con su inteligencia pero también sus sucesivos esfuerzos por rebajarme; yo no tenía, por lo tanto, manera de evadirme de esa distancia que su despecho me había impuesto. ¿Para qué buscarlo junto con los demás si de todos modos siempre era oportuno contar con un envidioso a quien señalar para exorcizar el demonio que se esconde en los más recónditos pliegues del alma?
Dado que nadie tenía razón para saber en qué terminaría aquel viaje que ante nuestros ojos adquiría los contornos de una trayectoria que por exitosa excluía al grupo y subrayaba al individuo, quizá deba comenzar por el inicio y contar cómo fue que empezó todo, decir que en aquel entonces nos reuníamos cada fin de semana para emborracharnos en Garibaldi, irnos de putas en Tepito o a fumarnos unos porros en la colonia Vergara. Vivíamos la bohemia que queríamos, una bohemia de madrugadas, colillas de cigarrillos, cristales rotos y nostalgia de las vidas que no habíamos tenido ni tendríamos nunca. Nuestra bohemia – fraterna reunión de todos los letraheridos del Distrito Federal – tenía algo de profundamente triste que era subrayado cada vez más, conforme nos dábamos cuenta de que estábamos excluidos de todo lo que de verdad tenía interés literario. La verdadera literatura no había sido inspirada en nuestra ciudad, provinciana y polvorienta, sino en otras latitudes en las cuales la belleza había germinado de manera unívoca. Londres, Roma, Berlín, incluso Madrid, pero sobre todo París, eran para nosotros más que nombres de ciudades. Eran contraseñas cuya sola alusión abría las puertas de nuestras imaginaciones febriles a entonaciones cosmopolitas donde la libertad y lo sublime no sólo eran una promesa sino también una condición.
Por eso, cuando la convocatoria del certamen literario fue anunciada, todos empeñamos nuestras esperanzas e ilusiones en el premio ofrecido que nos hizo sentir, por anticipado, habitantes de la mismísima París, ciudad que relucía ante nuestras miradas como el faro que guía a los viajeros en el medio de la desesperanza más oscura. Así, el Guajolote se excusó un fin de semana y partió a Texcoco para escribir su cuento ganador. El Machi Julián, por su parte, trabajó en el cuento que más le habíamos celebrado los de la tertulia, mientras que Pablito y el Chabelo decidieron unir sus esfuerzos y escribir un cuento a cuatro manos -estaban convencidos de que sumando sus inteligencias superarían, por simple aritmética, los textos de sus adversarios – acerca de los crímenes de un vampiro con leucemia en Aguascalientes. Si de lo que se trataba era de salir al aire libre, saltar a la aventura de la civilización y el estetismo, entonces ninguno de nosotros perdería esa oportunidad. Recuerdo que por las noches discutíamos el avance de nuestros respectivos trabajos, dándonos ánimos pero también midiendo nuestras posibilidades frente a los demás. Después, una vez que todos nosotros ya habíamos enviado nuestros cuentos y no quedaba nada más que esperar, nos dedicamos a imaginar qué haríamos de ser elegidos, en otras palabras, de ser aquellos cuyo destino se asentaría en la merísima Ciudad Luz.
Todos enviamos nuestros mejores cuentos, pese a que sólo uno de nosotros podía ganar el premio. Como es evidente, se trataba de Antonio Carneiro, el único que siempre leía de verdad los libros de los cuales hablábamos, aquel que se despedía temprano todos los fines de semana pues regresaba a su casa a escribir (en lugar de hablar de aquello que nunca escribiría), el único que ya había publicado sin necesidad de pagar la edición y con reseña elogiosa nada menos que en “La Jornada”. Con todo, alentamos la esperanza secreta y vehemente, pero imposible, de que el jurado del concurso se inclinara por alguno de nuestros textos. Pero fueron ilusiones vanas que se rindieron ante la evidencia cuando anunciaron que el ganador del premio era el joven talento llamado Antonio Carneiro. Si muchos querían ser escritores, sólo un puñado de elegidos, una raza aparte y excepcional, a la que Antonio había pertenecido desde siempre, podía serlo de verdad. Aquel destino que en nuestras noches de insomnio habíamos imaginado para nosotros mismos terminaba tomando forma pero en la trayectoria de otro individuo, aquel a quien el talento y el esfuerzo habían escogido para darle una fulgurante carrera literaria.
Su cuento se llamaba “Valientes muchachos” y contaba la relación de dos hermanos a quienes reúne un amor intenso. En un viaje a un país remoto uno de ellos se pierde, razón por la cual el otro se empeña en buscarlo por todas partes, sin detenerse a pensar que al hacerlo se embarca en una travesía a las fronteras de la noche, donde conocerá a todo tipo de gente: putas místicas, marineros enamorados, delincuentes justicieros, mercenarios sentimentales y suicidas llenos de amor por la vida. Al final, no encuentra a su hermano pero termina descubriendo que toda esa vida gastada en encontrar a alguien perdido para siempre era otra manera de vivir. Lo que importaba, en última instancia, no era haber dado con el desaparecido sino todo lo que se había aprendido y olvidado desde que se comenzó a buscarlo. En su reporte, el jurado del premio había elogiado lo que consideraba “una particular y penetrante mirada del mundo de los desheredados, aquellos que lo han perdido todo y que nunca pudieron aspirar a nada”. También subrayan su sensibilidad para poder discernir y transmitir lo que ellos denominan una “atmósfera de derrotados” en la cual “asoma una posibilidad de redención”.
De todos los del grupo, me había tocado a mí obtener la mención honrosa en el concurso. No voy a decir que de no ser por el cuento de Antonio yo habría ganado el premio, me habría ido a Francia, me habría convertido en escritor y no estaría en este momento escribiendo sentado en esta mesa sucia, limpiándome la espuma de la cerveza con el dorso de la mano, alcoholizándome con lo que me regala la caridad de mis padres. Tampoco que en lugar de haberme quedado en esta miserable ciudad de México donde nada ocurre y todo se corroe, pudre y oxida, me habría entregado a escribir sin parar acerca de todo aquello que mi nueva vida me habría ofrecido. Lo que sí voy a decir es que, tras conocer los resultados, me dije que con ese premio se iba mi única oportunidad para salir del país, de salvar los límites del encierro. No lo pensé con rabia o rencor, ni siquiera con resignación, pero eso sí con la seguridad que se tiene frente a los eventos ineluctables. Por eso, cuando el jurado me preguntó si podía publicar mi cuento junto con el de Antonio Carneiro le respondí que no. ¿Me daba cuenta de la oportunidad a la que renunciaba? La edición sería formidable, mucha gente tendría acceso a ella, era seguro que algún editor se interesaría en mi trabajo. Frente a estos argumentos nadie se explicó mi reiterada negativa. Nunca más me he vuelto a presentar a un concurso. A mis jóvenes y definitivos cuarenta años no he escrito nada más y nadie lo ha lamentado. Así debe ser. Cuando no se tiene nada que escribir, lo mejor es quedarse en silencio o – lo que es lo mismo – ser nadie.
Aquella noche en que se despidió a Antonio Carneiro todos llegamos más temprano de lo debido. Ni bien hizo su aparición, un murmullo sordo se escuchó en todos los rincones del bar. El Guajolote tomó la palabra para decirle que se sentía honrado de ser amigo de tan magno escritor, que no olvidara nunca jamás nuestra amistad a prueba de balas, que le deseábamos todos los éxitos posibles para su residencia parisina y ¡salud por el hermano que se nos iba a tierras tan lejanas! Después aplaudimos, disciplinados y extasiados, frente a nuestro héroe que partía lejos para cumplir el destino que le correspondía. El Machi Julián, por su lado, le conminó a no perder la oportunidad de contar lo que nuestro grupo había vivido, el mundo tenía que conocer los avatares de nuestra generación literaria. Finalmente, Pablito y Chabelo juntaron una vez más sus cerebros para decirle que piense en ellos cuando conozca a los representantes de las editoriales españolas, es más aquí le hacían entrega de su último manuscrito, el de la novela intitulada “Los ardores secretos de sor Filotea”. Desde sus alturas, Antonio Carneiro sonreía sin decir palabra alguna, acaso saboreaba ya la mañana parisina del día siguiente y todo aquello que vivía en ese instante no era más que los estertores inevitables del enfermo desahuciado que se termina por abandonar a su suerte y que ya no se verá más y tanto mejor…
Sólo conmigo Antonio Carneiro no tuvo la actitud calurosa, ni el gesto amistoso ni menos aún la palmadita cómplice. Ni siquiera me estrechó la mano como se hace con un colega o un conocido. La noche en la cual se celebraba su entrada a la vida literaria, lo último que Antonio Carneiro quería recordar era al individuo que le había robado el lugar por el cual tanto se había esforzado o, más bien, la mujer con la que tanto había soñado pero que tantas negativas le había entregado. Aún recuerdo al gran Antonio Carneiro esperando al final de los cursos para poder conversar con la esquiva Ángela, proponerle ir al teatro, acudir a una conferencia, ir a una librería o simplemente tomar juntos un café. Casi puedo verlo, ahora y de nuevo, rebajándose a esperarla en la puerta de cualquier cine sin resignarse a la verdad: lo habían plantado. O escucharla inventar cualquier excusa para no verlo y cruzarla más tarde con algún conocido, muerta de risa e indiferente a su sufrimiento. Todo esto con la mirada huidiza y la voz vacilante de quien, primero, no se resigna; después, no comprende; y, en última instancia, se desespera frente a las negativas sistemáticas e inflexibles de la esquiva Ángela. Negativas que eran tan espontáneas como su interés por mí: poco tiempo después empezamos a salir Ángela y yo. Recuerdo que una vez le pregunté a Ángela acerca de Antonio. Ella se limitó a alzar las cejas y a decirme qué era un pesado que no se había cansado de perseguirla.
Mi relación con Ángela no duró más de algunas semanas. Ahora ni siquiera recuerdo la razón que nos hizo terminar, acaso fue una discusión o el encontrar a otra persona o, simplemente, una de esas veleidades de juventud que pasan de explicación. Tampoco supe nada más de ella después de su partida a Chile. Ella fue en mi vida uno de esos fantasmas que aparecen un instante para después regresar al decorado del cual surgieron. Imagino que yo fui lo mismo en la suya (tampoco es algo que ahora me importe demasiado). Esto no quiere decir, sin embargo, que yo haya dejado de ser para Antonio aquel que le robó la vida que quiso para él, aquel que tomó el lugar que creía merecer en el corazón de quien le hacía perder la seguridad, el aplomo. Pese a las conversaciones que Antonio y yo tuvimos posteriormente, encuentros ocasionales promovidos por los amigos, conversaciones en las cuales nuestra interacción fue, por decirlo de algún modo, respetuosa, si no cordial, yo siempre supe que un rencor sordo se alojaba en sus pupilas, se escuchaba en sus silencios. Por eso el día de su despedida ni siquiera se dignó saludarme ni despedirse de mí. En aquel contexto de vencedores y vencidos era él quien había ganado; por lo tanto, se podía permitir esos gestos reivindicativos que me aplastaban, al tiempo que lo elevaban a aquellas alturas desde las cuales se hacía intocable.
(Dicen que en París los escritores de todas partes ocupan las terrazas de los cafés donde escriben las obras maestras que el mundo entero leerá fascinado y conmovido. Dicen que en París los escritores se consagran día y noche a revolucionar la literatura por siempre jamás. Dicen que en París los escritores son admirados y respetados y no minusvalorados o incluso ridiculizados. Dicen que en París las editoriales se pelean por publicar a los escritores, les entregan premios, los promueven y defienden. “Dicen”: expresión que demuestra cuánto sabemos de oídas pero que al mismo tiempo transmite nuestra ignorancia, nuestra necesidad de acudir a un saber anónimo y general para llenar los vacíos que tenemos y que nos esforzamos en disimular. Ahora que Antonio entra en el bar, se sienta en mostrador y me mira con odio y tristeza, yo no diré que “dicen” pero más bien “diré”. Y diré que su regreso a México, el fracaso de haber dejado inexplicablemente París, es la cita diaria, precisa y que nos damos cada viernes en este bar donde nos rebajamos a saludarnos y, por lo tanto, a recordarnos). Fue poco después de la partida de Antonio Carneiro que el grupo se deshizo. El Guajolote abandonó sus estudios para trabajar en una sucursal del Banco de Mérida ubicada en una de esas colonias cuyo nombre nadie recuerda nunca: “de leer a Chateaubriand terminé trabajando para los nacos”, decía con aire afectado pero resignado. El Machi Julián, por su lado, se hizo contratar en la librería de la plaza Francia donde al menos podía servir a algunos escritores como José Emilio Pacheco, Carlos Monsivais o Sergio Pitol así como, de tanto en tanto, robar algún ejemplar. Además, se daba valor diciendo que era “librero” o, lo que es lo mismo, alguien cuyo trato con los libros trasciende la simple transacción comercial. Finalmente, Pablito y Chabelo decidieron, por su lado, unirse al magisterio y convertirse en profesores de primaria. Poco tiempo después los enviaron a las zonas altas del DF donde alfabetizarían a niños desdentados y malnutridos. La realidad, lenta pero implacablemente, nos devolvió a la verdad que quisimos negar con nuestra bohemia, nuestro estetismo y también nuestra escritura.
Exiliados de los sueños, apátridas de la literatura, nos deslizamos en una mediocridad que nos acogía como si fuésemos sus hijos expósitos, es decir, con ese calor indiferente que se expresa frente a quien regresa para quedarse. Yo mismo terminé encontrando un trabajo en una editorial, un trabajo muy por debajo de mis fantasías juveniles, pero al menos concreto y remunerado. Era el negro literario de la casa, razón por la cual escribí las autobiografías de gente tan diferente como un militar golpista, una cantante de moda, un futbolista del “América” en retiro y un narco transfigurado en santero. Gracias a mi pluma, los destinos sin par de esos mexicanos encontraban un auditorio agradecido y cada vez más numeroso. Recuerdo que el director del la editorial elogió mi trabajo delante de todos los colegas pues, según él, nadie mejor que yo para ocupar el lugar de los personajes más heterogéneos y entregar por escrito una crónica de sus vidas tan llena de verdad. Le agradecí sus palabras aunque no le dije lo que para mí era una certeza. Me era tan fácil escribir esas biografías pues la escritura se me había convertido en tomar, desde la penumbra cómplice, el lugar de otra persona.
De tanto en tanto, homenaje silencioso a la juventud que se nos había escapado por entre los dedos y al amigo que se había marchado, regresábamos al bar donde años atrás habíamos despedido a Antonio; sin embargo, ya no lo hacíamos en grupo ni nos dábamos cita para encontrarnos. Simplemente íbamos como lo hacen los sobrevivientes que regresan al lugar donde tuvo la catástrofe para conmemorar el recuerdo de ésta. Así, acudíamos y nos instalábamos en las mesas más marginales, allí donde apenas llegaba la música y el ruido de las conversaciones se hacía un murmullo. Las generaciones posteriores no sólo habían tomado nuestras mesas, en pleno centro del bar, sino que también habían robado nuestros temas de conversación sin dejar de darles un aliento actual. ¿Le darían por fin el Nobel a Mario Vargas Llosa? ¿Quién era más ensayista Octavio Paz o Alfonso Reyes? ¿Qué novela era mejor “Los detectives salvajes” o “2666”? Cuando veíamos que uno más del antiguo grupo había tenido la idea de acudir al bar lo saludábamos unos segundos, el tiempo que toma saber que el antiguo conocido se había convertido, él también, en un camarada de fracaso. Con el tiempo, ya ni siquiera nos levantábamos de nuestros sitios sino que nos limitábamos, como único saludo, a mover la cabeza de un extremo al otro del bar.
Se podría decir que ya no quedaba nada de aquel pasado universitario en el cual habíamos soñado con un futuro distinto. Cualquiera sea la forma que podían tomar nuestros asentamientos en la realidad, la asumíamos como la máscara que se pega en el rostro vacío de rasgos. Lejos de aquellos destinos fulgurantes que en algún momento soñamos para nosotros, nos exiliábamos en nuestra misma ciudad con el mismo fervor de quienes huyen del terror a ser alguien, vivir una vida de verdad. Por eso que, muy secretamente, nos aferrábamos al recuerdo de Antonio Carneiro, el único de nosotros que pudo salir de esta miseria de silencios, resignación y saliva seca. Como una estrella hacia la cual levantábamos los ojos cuando nos sentíamos extraviados, la imagen de Antonio Carneiro refulgía en nuestro horizonte. Bastaba que cruzáramos un par de palabras para decirnos que algo de nuestras juventudes permanecía con vida en él. Cada nuevo libro publicado, cada conferencia, cada invitación a leer los textos que le imaginamos, no sólo eran un éxito de nuestro amigo sino también de nosotros mismos. (Miro a Tony sentado en la barra. Sus rasgos han ganado en gravidez y parecen descender, desencajados y fláccidos, de su rostro. Lleva una boina vasca en la cabeza, detalle que evoca sus años en París pero que al mismo tiempo subraya su condición de extranjero en su mismo país. Rodeado de los delincuentes, fumando hierba con los proxenetas, acariciando las entrepiernas de mujeres viejas y decrépitas, riendo más fuerte que ninguno parece querer ser uno más de ellos. Solo yo sé que no es así, que buscando ser adoptado por ellos demuestra su necesidad de caer más bajo, de castigarnos, de castigarme, de llenar con lodo y mierda los sueños que empeñamos en él. Acaba de mirarme y sonreírme amigable o irónicamente, no lo sé. Sólo yo sé la verdad que hay en él, una verdad de renuncias pero también de resignaciones. Al final de cuentas, me digo, ambos somos más o menos parecidos.)
En ese entonces, incluso sus facciones se habían extraviado en detrimento de nuestras fantasías. Ninguno de nosotros recordaba con exactitud su rostro – eran tantos los años que habían pasado desde su partida -, pero todos recordábamos las cualidades que en la lejana Francia le estarían abriendo camino. Las palabras no hacen al ausente aunque sí lo reinventan y lo mistifican. Quien recuerda a quien ya no está, se apropia de éste, lo hace otro, un ser basado en el original pero antes que nada fruto de todo lo que se proyecta en él, las ilusiones, los ardores y las esperanzas. Cuando el Guajolote anunció el regreso de Antonio Carneiro, todos nos pusimos de acuerdo para recibirlo como se lo merecía. Desde luego, nosotros no recibiríamos al Antonio Carneiro que se había ido una mañana de septiembre, sino al escritor que, minuciosa, prolija, desesperadamente, habíamos fabricado con nuestra envidia y también con nuestra fascinación. Mientras menos días faltaban para su regreso, más nos excitábamos frente a lo inminente de éste. Alguno se compró un terno, otro creyó conveniente pasar por el peluquero. Frente a lo que Antonio Carneiro encarnaba para nosotros era necesario actuar como si fuésemos dignos de su contacto. Yo mismo, quien había tenido la relación menos sana con él, cuidé con primor mi manera de vestir esa noche antes de ir al bar donde los encontraría.
Por eso el contraste con la realidad fue instantáneo además de violento. No me refiero a su transformación física, todos nos sorprendimos de lo obeso que estaba, esa barba descuidada que llevaba y el hedor de su cuerpo, sino más bien a su actitud. Apenas entré al bar y los divisé, como en los viejos tiempos, en el mismo centro del salón me dije que algo extraño estaba ocurriendo. Poco importaba si, curiosos con la actitud de aquellos viejos fracasados que de repente invadían el centro, varios jóvenes se les hubieran unido ni que de tanto en tanto los chicos recordaran alguna anécdota de los años universitarios, del tiempo de nuestro grupo y nuestra revolución poética. Todos los esfuerzos llevados a cabo para subrayar lo extraordinario de su regreso se estrellaban contra lo impenetrable y frío de su actitud. Un segundo, cuando Antonio Carneiro cruzó mi mirada, sentí que algo cambiaba en su semblante, como corrientes submarinas que se alteraban de golpe, pero solo fue un momento. Después las aguas volvieron a su cauce, cubrieron ese conato de agitación y se hicieron calmas o, más bien, se estancaron. Incluso en eso había cambiado Antonio Carneiro: sus ojos no transmitían mirada alguna, parecían detenidos en un instante sin tiempo y también sin vida. Aquel individuo que años atrás habíamos celebrado, ese joven de mirada fulgurante y gestos intransigentes parecía mirarnos desde debajo, a miles de metros de profundidad.
Nosotros no nos dimos fácilmente por vencidos y al inicio nos empeñamos en demostrarnos que quien teníamos frente a nuestros ojos no era el verdadero Antonio Carneiro. O que todavía no habíamos sabido dar con la cuerda que era necesario rasgar para hacerlo reaccionar. Así, en un esfuerzo por desatascar la situación, el Guajolote le preguntó acerca de a quiénes había conocido en la Ciudad Luz, decían que en el Café de Flore se podía encontrar a los escritores del momento. Después el Machi Julián le preguntó cuántos libros había publicado, decían que los franceses recibían con curiosidad las publicaciones de los latinoamericanos; finalmente, Pablito y Chabelo le preguntaron cuándo regresaría a París o si acaso había decidido residir en otra ciudad europea como Barcelona, decían que ahora había mucha “movida” – esa es la palabra que utilizaron – en Cataluña. A todos y a cada uno, Antonio Carneiro respondió con esa indolencia que tanto había sorprendido desde su bajada del avión. Después pidió más cerveza. Que le regalaran otro cigarrillo. Que alguien le diera algo de comer. Cuando el alba llegó todos nos convencimos de aquello que buscamos negar desde que lo vimos. Aquel hombre que teníamos delante era el Antonio Carneiro que había regresado pero no el que nosotros habíamos esperado. Hacía mucho rato que los jóvenes se habían ido, fastidiados con dejarnos las mesas que se habían acostumbrado a ocupar, molestos con habernos creído capaces de algo más que ser mediocres. Despechados y dolidos regresamos a nuestras respectivas guaridas sin saber a ciencia cierta a qué se debía ese ligero malestar que penetraba nuestros pulmones esa madrugada.
Con el tiempo terminamos encontrando la razón. Recuerdo que al inicio los muchachos intentaron encontrarse a solas con Antonio Carneiro. Acaso lo mejor era disfrutar de su presencia de manera más próxima y menos bulliciosa, por lo demás esto permitía un mayor margen de intimidad. Cuando aceptaba las invitaciones, acudía tarde, casi ni hablaba y se hacía pagar el consumo. De su pasado universitario o parisino, nunca hablaba. ¿Qué habría pasado con él en París, la ciudad con la cual todos nosotros habíamos soñado, para que haya decidido no sólo renegar de su juventud sino también dejar de escribir, encerrarse en un silencio hermético sin palabras ni respuestas para nadie? Con el tiempo ya ni siquiera se le propusieron encuentros y cada vez que nos lo cruzamos intentábamos pasar desapercibidos. Al final, cuando Antonio ya había dejado de ser Antonio y se hacía llamar Tony, ni siquiera teníamos reparos en esquivarlo o ningunearlo, e incluso, insultarlo. Al inicio nos sentimos traicionados. Tony había vivido a costas de nuestras esperanzas, se había aprovechado de ellas para, sin escrúpulos, alimentar su ego en la lejana Francia. Mientras nosotros nos habíamos desvivido aquí, imaginando con detalle cómo sería su vida en París, él se había entregado a ejecutar todo lo contrario. Es decir, se había arrojado a deshacer todas las perspectivas de éxito o gloria o, simplemente, de hacerse de un lugar en el viejo continente. Con la misma decepción que debe tener quien devela la infidelidad de la persona amada, descubierto el engaño, decidimos alejarnos de él, rechazarlo sin concesiones. Cuando los meses y los años acumularon su capa de polvo sobre nuestros sentimientos, incluso terminamos por olvidarlo y, de tanto en tanto, acostumbrarnos a prestarle dinero (plata que nunca nos devolvería) para sus vicios. No dudo de que entre algunos de nosotros se trataba de la venganza, lenta y dulce, al mismo individuo que se había llevado tan lejos nuestras expectativas sin haber regresado con ellas multiplicadas aunque sí fracturadas.
Pero yo sé la verdad detrás de nuestros fastidio, rencor y olvido. Yo soy el único que sé y recuerda, a cada ocasión que me encuentro con Tony, que él jamás fue verdaderamente el espejo sobre el cual reflejamos nuestras ilusiones sino que nosotros lo sacrificamos a nuestras buenas conciencias. Aprovechamos su farsa ya conocida y su drama personal para encontrar una justificación a nuestras renuncias y acomodos. ¿Si aquel que estaba destinado a grandes cosas había terminado por sucumbir a la misma mediocridad que nos acogía a todos nosotros eso no quería decir que habíamos hecho bien en abandonarnos a la adultez confortable, en renunciar a las promesas que la juventud nos había ofrecido? Cuando regresamos a casa, compramos un coche de segunda, engañamos a nuestras mujeres y nos reunimos entre nosotros para tomar unas cervezas hasta emborracharnos, nos ocurre pensar en Antonio convertido en Tony. Entonces nos decimos que se lo tenía bien merecido, siempre había sido un creído aunque muy en el fondo nos decimos sin decirlo que gracias a él no tenemos ningún cargo de conciencia por no haber hecho lo que deseábamos cuando jóvenes, que su fracaso justifica por lo tanto el nuestro.
(Parado en la barra, Tony no lo sabe, él es ajeno a todo esto. A él no le afecta en nada la manera cómo lo percibimos, pues no somos más que extranjeros de su presente, habitantes de un olvido del cual él se ha desterrado para seguir viviendo entre sus nuevos amigos. Ahora que levanto los ojos y lo veo recibir palmaditas en los hombros, esos hombros cada vez menos erguidos y ya abandonados, me digo que todo esto que he escrito es falso, nada más que una especulación que busca llenar el vacío dejado por su partida, su distancia y también su silencio. Mis palabras nos sirven para completar los espacios aunque sean útiles cuando se trata de ocultarlos. Algo intenso nace de pronto en mí por él, hacia él, nuestro hermano extraviado, el único que se asomó a ese alto abismo con el cual ritualmente coqueteamos cuando jóvenes pero del cual huimos apenas pudimos. Mientras tanto, la ciudad de México le cierra los oídos a mis palabras, una ciudad cada día más grande y anónima, inmenso cementerio de sueños, letrina de ilusiones, fosa de las esperanzas).
Lima, junio, 2011.