RESEÑA DEL AUTOR
Iván Loyola Velarde (Lima, Perú 1961). Formado en ciencias y administración sus trabajos profesionales lo han llevado de los rincones más perdidos de los Andes a las callejas de Paris y de la ex-Yugoslavia y de los bosques amazónicos y coníferos de Alaska a embarcaciones de pesca en el Mar de Bering. De allí y de las lecturas de autores norteamericanos y caribeños se nutre su narrativa.
Luego de 17 años en Canadá se afinca en el extremo sur de Chorrillos. Ha publicado un libro de cuentos y es autor de artículos relacionados a los vinos y a los recursos pesqueros, publicados en Perú, Canadá y Argentina. Autor de dos libros de cuentos, un poemario y una novela, todos inéditos.
Ganador del COPE Bronce 2010 y finalista del premio Juan Rulfo Radio France International 2009.
Hoy se afana en la publicación del libro de cuentos «El daguerrotipo de Dios», de próxima aparición y en su segunda novela “El Canto de las Sirenas Muertas”. Trabaja como consultor para un proyecto minero en Apurímac.
CUENTO
El Daguerrotipo
de Dios
La búsqueda alquímica no
pretende penetrar la
estructura de
la
materia. Su interés se
centra en la
pasión,
la
muerte y el matrimonio de las
sustancias, y en la capacidad de estas de transmutar la materia y la vida humana
Mircea Eliade, El Mortero y
la
Fragua.
A Gabriel García Márquez, por darnos Macondo.
Y a los que entendieron.
La idea que motiva este relato no es original; de hecho, ocupa unas líneas de la página cincuenta y ocho de Cien Años de Soledad, aquella cima de la literatura castellana que el vulgo considera –de manera errónea- un libro de ficción. Obtener una prueba tangible de la existencia del Creador ha sido –es- tarea que da sentido a la vida de innumerables seres humanos; baste traer a colación las hordas de profesionales norteamericanos dedicados a cimentar la base cientifíca de la propuesta, en pleno siglo veintiuno. Como ellos, yo también caí en el error de creer que la prueba de la existencia de Dios había que buscarla a través de aquella otra divinidad del mundo moderno: La ciencia. La realidad, sin embargo, me demostró que estaba equivocado. Estoy seguro que muchos lectores pensarán que lo que aquí se describe pertenece al mundo de la fantasía. No hay, sin embargo, un solo detalle en el material que expongo a continuación que no sea absolutamente real.
El concepto de un retrato del Todopoderoso me persiguió con ferocidad salvaje durante tres décadas, desde que leí el trabajo cumbre de Gabriel García Márquez – yo era aún adolescente – a mediados de los setenta. La idea de una foto de Dios, que al comienzo se me antojó casi cómica, se convertiría en obsesión años después, al recorrer con absorta delectación las cuatrocientas noventa y dos páginas – citas y bibliografía incluidas –de Morphology of the Theologomenon, la brillante tesis doctoral del historiador de la religión, Vladimir Davidovich Baranov. Si bien en ese documento el profesor Baranov no discute nada relacionado a las pruebas tangibles de la existencia de Dios, fue su hipótesis de trabajo lo que me hizo reconsiderar el problema que me afligía, desde una perspectiva distinta. En el capítulo inicial de su Morphology – que extiende a lo largo del texto, y que no discutiré aquí – Baranov plantea la ecuación del ser divino y espiritual con la experiencia de la Luz Pura y, la de la creatividad divina, con la iridiscencia seminal. No soy un experto en estos campos del conocimiento humano; mi interpretación de aquel estudio es más bien propia de un aficionado.
Aun así, la revisión de los trabajos de Mircea Eliade, The Forge and the Crucible, y de Francois-Marie de La Condamine, La Lumiére de la Divinité – que Baranov menciona como imprescindibles en la introducción de su tesis – me confirmaron la estrecha relación que existe entre los fenómenos lumínicos y la experiencia religiosa. No sugeriré aquí que el lector se sumerja en una bibliografía oscura que encontrará – por qué no decirlo – seguramente aburrida. Sin necesidad de convertirse en un experto en Soteriología, baste traer a la mente la transfiguración del Cristo, de acuerdo al Evangelio según San Mateo, capítulo 17:
“ 1 Seis días después, Jesús tomó a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y los llevó aparte a un monte elevado…2 Allí se transfiguró en presencia de ellos: Su rostro resplandecía como el sol y sus vestiduras se volvieron blancas como la luz.”
La descripción del fenómeno por el apóstol no deja dudas en cuanto a la naturaleza de los hechos que tuvieron lugar en el monte de Tabor; también refuerza la noción de ubicuidad de la relación luz-espíritu en el imaginario religioso de todas las culturas. Desde el aura de los santones de la india, al haz de luz que atravesó el cielo de Alaska a la muerte de San Herman, hasta el mismo concepto de Enlightenment introducido por los budistas, el ser humano siempre ha reconocido la manifestación luminosa asociada a la exaltación espiritual. Aquellas lecturas me permitieron dar estructura a mis ideas hasta lograr un ensamblaje de cierta coherencia.
Todo fenómeno luminoso –conjeturé- debe tener una base física susceptible de ser registrada. La luz emitida por la transfiguración del Cristo en la montaña –por leve que haya sido su intensidad- no hubiera hecho reaccionar una emulsión fílmica de alta sensibilidad? O una menos sensible pero sujeta a suficiente exposición? No soy un conocedor de fotografía; si manejo algún argot técnico en esta relación, se lo debo a St-Yves Geneviève, entrañable amiga de la juventud universitaria de Quebéc y graduada en física en el Institutd’ Optique Théorique et Appliquée de París. A ella, también fotógrafa de calibre, acudí – yo estaba de paso por Montreal – para que me explicara los conceptos básicos de su industria. No nos habíamos visto en casi dos décadas. Advertida de mi presencia, una tarde de octubre, la quebecoise me llamó por teléfono al hotel desde su pueblo, a dos horas de la ciudad. Por qué no vienes a casa a quedarte unos días, dijo, con el entusiasmo evidenciado en las erres gagas de su castellano atravesado de galicismos.
Lo había mal aprendido de mí años antes, cuando jóvenes aun, protagonizábamos interminables batallas amorosas entre las sábanas de cuartos de alquiler del sector viejo de Montreal. La primera noche de mi visita nos quedamos despiertos hasta la madrugada; ella me puso al tanto de los rudimentos de la fotografía Kirlian y de la Biofotónica, una técnica desarrollada en los ochenta, que permite detectar mínimas emisiones de luz a nivel molecular. Para ponerlo en cristiano, la luz que los seres vivientes emiten – con pasmosa regularidad – a la escala del ADN. Si esa luz de intensidad infinitesimal – sus unidades son fotones por segundo por centímetro cuadrado – puede ser medida, no sería sólo cuestión de tiempo para que algún día una técnica nueva pudiera registrar la Luz Pura de la que hablan todos los textos sagrados del planeta? Aún más, no sería posible que tal técnica yaestuviera disponible? Si la luz de los santos es visible a los ojos humanos – innumerables imágenes y relatos así lo sugieren – debe ser, por lo tanto, visible al filme o a alguna otra tecnología de detección de fotones. La Geneviève era, como muchos científicos, no creyente. Aquello no fue obstáculo para que me alentara en mi pesquisa. Ciencia o religión, no importa, dijo, mirándome por sobre sus gafas, con el gris marino de sus ojos que en un tiempo evocaban un temporal, y ahora, solamente, un día nublado. La búsqueda por la búsqueda misma es lo que cuenta, añadió. El tono de su voz, en sus años mozos, había sido profesoral; aproximándose a la cincuentena, poseía una cualidad materna que revivió en mí, primero, ternura y luego, urgencias del bajo vientre. Luego de mi visita a su hogar de Trois-Rivières, dos semanas me vieron pasear en la soledad de los bulevares de nieve del invierno canadiense, reflexionando sobre el tema. Llegué a la conclusión que la idea que albergaba era enteramente lógica; no sólo eso, comprendí también que era simplemente imposible de descartar. Aunque parezca absurdo, llegué a la firme convicción que la posibilidad de fotografiar la Luz Pura, la presencia de la divinidad – obtener el daguerrotipo de Dios – no era, después de todo, una idea tan descabellada.
Años después, la búsqueda de una respuesta satisfactoria para aquel acertijo de aristas tecnológicas y religiosas me llevó a Aracataca, pueblo del Virreinato de Nueva Granada. Allí compartí una mesa y una botella con el genial autor de Cien Años de Soledad –ya en su madurez otoñal- una tarde de calor soporífero, bajo la sombra de una acacia de minúsculas flores amarillas. Podría abundar aquí sobre los detalles de aquella reunión, que se prolongó hasta que el sol se puso sobre la tranquilidad caribeña de las aguas. Compartir unas horas con un genio de la literatura universal sería ya suficiente material para escribir no uno, sino muchos relatos; el tema que me motiva, sin embargo, no es la mente privilegiada que concibió la extraordinaria saga de los Buendía, sino la prueba gráfica de la existencia de un ser superior, en este caso, el daguerrotipo de Dios.
No me asombró que García Márquez conociera de antemano la razón de mi visita; los grandes escritores suelen ser poseedores de una rara intuición. En el caso del colombiano – a quien yo no había informado de mi pesquisa – era más bien una forma de clarividencia. Luego de las presentaciones del caso y del obligatorio autógrafo en mi manoseada copia de Cien Años – la he leído de cabo a rabo en nueve oportunidades – entramos a discutir de lleno el tema en cuestión.
En la trama de Cien Años de Soledad es José Arcadio Buendía – el patriarca de fortaleza física imposible y visionaria terquedad – quien se propone obtener el daguerrotipo de Dios. Pragmático hasta el escepticismo, Buendía dispone su cámara fotográfica en distintos lugares de su casa, con el fin de lograr una prueba irrebatible de la existencia del Creador. Cuando la imagen de Dios no aparece en sus placas, José Arcadio concluye que este no existe, y trata de convencer a los habitantes de Macondo de desterrar para siempre la creencia en el ser supremo, por tratarse de una mera superchería. Melquíades, benefactor del pueblo, un Prometeo gitano “de barba montaraz y manos de gorrión”, lo convence de que aquella conclusión es insensata y le da en trueque un sextante y un astrolabio, a cambio del aparato fotográfico.
José Arcadio Buendía abandona – sin pensarlo dos veces – la daguerrotipia y se entrega con la misma pasión furiosa a determinar la esfericidad de la tierra, mediante
observaciones astronómicas.
El tema no se vuelve a mencionar en la novela, pero me consta que el asunto también fascinaba a García Márquez. De hecho, durante nuestra entrevista, me confesó que había considerado extender aquel capítulo de su libro para detallar los pormenores de la delirante empresa. Las complicaciones que presentaba aquella ambulación hubieran significado un desvío innecesario de la trama original de la obra. Presionado por la necesidad de terminar el manuscrito –se había endeudado para escribir la novela – el escritor podó del trabajo varias secciones, condensándolo finalmente a las cuatrocientas noventa y dos páginas que entregó a Editorial Sudamericana.
Como ya he mencionado en las primeras líneas de mi relato –y como me lo corroboró el mismo García Márquez- Cien Años de Soledad no es un trabajo de ficción. No sorprenda entonces que el personaje de José Arcadio Buendía haya sido inspirado por un hombre de carne y hueso. Ese hombre, Hortensio Marulanda Felipe, un colombiano de esos como hechos de tabaco y ron, empedernido investigador de conocimientos olvidados, se empeñó en la obtención de una fotografía de Dios durante los sesenta y nueve años que duró su alucinante existencia. García Márquez lo conoció en la calidez de las playas de Santa Marta, donde Marulanda había construido una cruda cabaña con tablas varadas por las olas y protegido con una techumbre de hojas de palmera. Luego de recorrer toda Colombia buscando un lugar con la radiación solar adecuada para sus fines, Marulanda decidió que la densa luz desas orillas marinas presentaba el marco ideal para obtener una imagen de la divinidad mediante el uso de la Sobre-exposición Negativa, técnica desarrollada en los cincuenta para el registro fotográfico de condiciones atmosféricas raras. Salidas y puestas de sol de espectacular coloración y celajes de insólita textura, habían hecho de Santa Marta un lugar frecuentado por los turistas. Es la luz ideal para fotografiar al Creador, comentó el Paparazzi de Dios, que era así como lo llamaba – en tono de broma – García Márquez. Investigador acucioso y lector incansable de cuanto material impreso cayera en sus manos, a Marulanda no le era desconocida la relación que existe entre los fenómenos lumínicos y la experiencia religiosa.
De alguna manera, sin embargo, parecía haber mal interpretado “luz” como la que emiten el sol, las estrellas y los bulbos incandescentes.
Era autodidacta; no hubiera sido adecuado juzgarlo por no tener una buena traducción o ser incapaz de ella. En pocos años, el morador de la cabaña se convirtió en un atractivo turístico de Santa Marta. “El loco de las fotos” lo llamaban los pobladores de la caleta pesquera, al verlo parado por horas con su cámara obsoleta y el trípode que había fabricado con cañas. Sol ardiente o torrentes de lluvia no lo disuadían. Más de una vez tuvo que ser atendido en la posta médica local, la piel de sus hombros y su rostro desfigurada por las violáceas ampollas de las quemaduras causadas por insolación. Otras veces, luego de horas bajo la lluvia, eran los violentos ataques de asma que lo torturaban con la sensación insoportable de la asfixia. Los silbidos de sus bronquios obturados de flema eran audibles desde el pueblo; el silencio de la madrugada – que era cuando sufría aquellos episodios – hacía las veces de un amplificador. En las noches apenas dormía, ocupado siempre en revisar manuales, tratados, enciclopedias, vademécums y diccionarios. Los libros parecían materializarse de manera mágica en su conventículo; a nadie le constaba que los recibiera a través de visitas o mediante algún tipo de correo. Curiosamente, aquel lector indesmayable desdeñaba la literatura de ficción, por considerar que era una pérdida de tiempo el crear mundos ficticios, cuando la humanidad no conoce más que una fracción mínima del mundo en que vivimos. Inútil fue argumentar que la creación de mundos imaginarios alivia la sordidez del mundo real y ayuda, en cierta manera, a comprenderlo y a amarlo mejor. Marulanda rechazó aquellos argumentos sin querer discutirlos, calificándolos de <martingalas retóricas>. Su actitud le granjeó la antipatía del escritor, quien no olvidaría aquellas palabras. García Márquez concluyó que aquel individuo era un energúmeno y no le interesó saber más de él; aun así, Marulanda se convertiría en fuente de inspiración para el personaje de José Arcadio Buendía.
Hortensio Marulanda Felipe permaneció en las playas de Santa Marta durante 52 años. Los pobladores con los que tuve la oportunidad de conversar, me indicaron que en los últimos diez no se le había visto salir de su cabaña más que para recolectar mariscos en la orilla y para cosechar el ñame, la yuca y los guineos de la huerta detrás de su covacha. En realidad, nadie lo había visto en absoluto por varios meses. Su cabaña no disponía de servicio de agua ni suministro eléctrico. A pesar que no se le vio nunca salir a comprar velas o kerosén, todos coincidieron en que algunas noches, una luminiscencia de intensa blancura se filtraba través de las rendijas de los tablones de su rústica vivienda. Los lugareños, alarmados, espiaban aquel espectáculo desde la distancia. Nadie se atrevió a acercarse para indagar por el origen de aquellas fosforescencias. Con el tiempo, los vecinos empezaron a correr rumores de sus actividades diabólicas. Algunos lo creyeron un brujo; la mayoría, concluyó que estaba loco. Con el paso de los años, el miedo y la superstición que les inspiraba Marulanda no se disipó, pero la atención de los lugareños se dirigió hacia asuntos más cotidianos o más urgentes y terminó por dejarlo en el olvido. Santa Marta mismo había caído en el olvido, pero en este caso, en el de los turistas. La aparición de resorts a lo ancho del Caribe, ofreciendo la conveniencia de los paquetes <todo incluido>, la había relegado a su condición original de caleta de pescadores artesanales.
Con la información proporcionada por García Márquez en nuestra reunión de Aracataca, me decidí a buscar a Marulanda. Me interesaba escuchar lo que tenía que decir de sus casi seis décadas de pesquisas fotográficas. Me instalé en un hotel de la calle Guadañaré, a unas cuadras de la plaza de Santa Marta. El destino, sin embargo, tenía otros planes para mí. En mi primera noche de caleta pesquera caribeña, un sueño me asaltó, al despuntar del alba. En el sueño, en el cual me veía rodeado de una luz de intensidad excepcional, escuché con nitidez la precisa frase con la cual el gitano Melquíades hace el anuncio de su fallecimiento, hacia el final de Cien Años de Soledad:
He muerto de fiebre en los médanos de Singapur.
Desperté de golpe, alarmado por aquella cita de ominosos visos proféticos. No pude volver a dormir y esperé a que la vida del pueblo retornara a la normalidad diurna. Aquella mañana, al bajar a la administración, noté un ambiente de alarma entre los empleados del hotel. El loco de las fotos, dijo la recepcionista, y señaló a través de la ventana en dirección a las orillas marinas. Pude distinguir, en la distancia, un grupo de curiosos alrededor de un bulto sobre la arena, lamido por olas que depositaban sobre él espumarajos amarillos. No me demoré en desayunar, salí del hotel y me acerqué al grupo. Algunos turistas gringos, maravillados, tomaban fotos. Un cadáver, inflado como un globo y cubierto de innumerables corpúsculos azules, había sido varado por las aguas. Los vecinos comentaban que les costaba reconocer al sujeto que había vivido entre ellos por más de medio siglo.
La transformación física de Marulanda había sido extraordinaria. Debido a la prolongada exposición a los elementos, su piel había adquirido la textura del cuero y una tonalidad de pergamino. Su estructura ósea se había afilado, haciéndolo lucir más alto de lo que realmente era. Sus manos y sus pies eran ahora enormes, mucho más grandes que cuando llegó en su búsqueda de la luz divina. Una expresión de paz seráfica se había dibujado en su cara – parecía dormir y soñar – lo que era más bien extraño: Cualquiera que haya visto a un ahogado sabe que su rostro queda deformado en una grotesca mueca de horror.
Nadie quiso hacerse cargo del cuerpo; el párroco –Deuteronomio Benítez Pando- vociferó desde la mesa de una cantina local que no oficiaría los rituales cristianos en honor a aquel “impenitente fabricante de idolatrías”. Fue necesario que el alcalde, Fortunato López Usuriaga, contratara los servicios mortuorios de una localidad vecina para deshacerse del cadáver. Los pobladores no quisieron ir a desmantelar su cabaña. Algunos, más bien, se mostraron partidarios de incinerarla. Yo era el único forastero que hablaba castellano; López Usuriaga me rogó que me hiciera cargo de revisar la vivienda del occiso. Tal vez encontraría algún documento, alguna nota con un nombre o algún dato de los familiares de Marulanda Felipe. Nadie quiso acompañarme a inspeccionar el rudimentario habitáculo.
La tarde del diecisiete noviembre mil novecientos noventa y nueve, recorrí los dos kilómetros de orilla que separaban la casucha de Marulanda del pueblo de Santa Marta. Sentía una enorme curiosidad pero también algo de miedo. Siempre existe un resquemor cuando uno se mete a husmear entre las pertenencias de alguien recién muerto. Llegué a la morada a eso de las cinco. Me acerqué con sigilo, como si alguien me estuviera observando. Alcé con las manos el tablón que hacía de puerta y lo deposité a un lado; me detuve en el umbral, dudando si ingresar. El interior de la cabaña era como lo había imaginado:
Piso de tierra, un camastro de flejes de hierro sin colchón ni almohada o sábanas. Los pocos utensilios de cocina estaban fuera de la casucha, donde Marulanda cocinaba bajo un cobertizo de palma. El recinto de paredes peladas era un rectángulo de dos por tres metros, sin ventanas ni tabiques de separación. Por alguna razón que no logré entender, aquel cuarto me pareció de enormes dimensiones. Tenía la sensación de hallarme en un gran espacio – un templo o una caverna – de alto techo abovedado. Mi percepción de profundidad espacial fue tan convincente que ensayé un grito a todo pulmón: Me alivió el verificar que las tablas no me respondieran con un eco.
Unas cajas de madera hacían las veces de repisas; una de ellas estaba llena de papeles que me demoré en revisar. La caligrafía con que Marulanda había escrito en aquellas hojas era inverosímil; parecía arrancada de un mapa europeo del medioevo temprano. Algo de cuneiforme había en los ángulos agudos de sus trazos vertiginosos. Sus grafías no correspondían a nuestro alfabeto; su ordenamiento, sin embargo, poseía toda la semblanza de coherencia gramatical. Algunos signos estaban agrupados en aquella manera repetitiva – característica e inconfundible – de los números. Pude colegir que eran fórmulas matemáticas de algún tipo, pero no podría precisar a qué capítulo preciso de esa ciencia correspondían. La otra caja contenía el equipo fotográfico del finado. El análisis deaquellos materiales me dejó atónito. Marulanda no disponía de uno solo de los suministros básicos necesarios para hacer fotografía. La cámara con la que había intentado obtener la prueba fotográfica de la existencia de Dios, era un armatoste propio de una tienda de anticuario. Abrí el aparato de metal negro; su interior estaba arruinado por la arena y la sal marina. El obturador estaba bloqueado por una capa de herrumbre amarillenta; era imposible que hubiera funcionado. Qué impresión fotográfica era la que Marulanda podría haber obtenido con aquel equipo inútil?
Había una tercera caja, hacia una esquina del cuartucho. Me acerqué despacio, con aprensión. Qué inesperada sorpresa me aguardaba en ella? Vi algo oscuro agitarse en la caja y por un segundo de alarma, reculé un paso. Luego, para mi sorpresa, descubrí una gata que amamantaba a tres gatitos recién nacidos. La madera de la caja estaba adornada con caracteres “humanos”: Mimi. La presencia de la mascota y de aquella muestra de afecto me alivió, pues revelaba la humanidad de aquel ser que de otra forma era de una naturaleza inquietante, ajena. Una mirada a mi reloj pulsera me hizo notar que la tarde había pasado con rapidez; estaba tan concentrado en la revisión de aquel universo secreto que había perdido la noción del tiempo. Afuera oscurecía. Calculé que tendría otros veinte minutos antes que la noche cayera.
Ya estaba por retirarme cuando reparé en que, bajo los papeles de la primera caja, había un objeto. Retiré los papeles para revelar una placa metálica, de aquellas usadas en la daguerrotipia a finales del siglo diecinueve. La examiné, primero con curiosidad. Luego con estupor y finalmente, con veneración y gratitud. La vida no ofrece a muchos la experiencia de la divinidad, de una manera tan directa como se me ofreció a mí. La placa, aquella reliquia, que podría haber cambiado el destino de la humanidad, no es ya más – lo explicaré en su debido momento – parte de este mundo material. Pasé la noche en la cabaña del ahogado, sin dormir un segundo.
A la mañana siguiente, di por finalizada mi incursión a la morada de Marulanda. Jugué un momento con los mininos, coloqué las pertenencias del muerto donde las había encontrado y volví a cerrar la habitación con el tablón que hacía de puerta. Decidí dejar la casucha tal como la había encontrado; consideré indispensable que fuera analizada por autoridades y expertos. A medio camino de regreso al pueblo, me encontré con una turba furiosa que se dirigía a lo que había sido el hogar del ermitaño. Dos niños habían muerto el mismo día en que el cuerpo ahogado de Marulanda fuera escupido por el mar. Los pequeños estaban cubiertos con los mismos corpúsculos azules que habían tarabisconeado el cadáver del loco de las fotos. ¡Hechicero! ¡Maldito! ¡Fuego purificador! Gritaba la turba.
Traté de llegar antes que ellos a la cabaña pero ya había varios hombres que la estaban rociando con kerosén. Quise impedirlo pero fui apartado, primero con amenazas, luego, a empellones. No soy hombre de amilanarse con facilidad; intenté entrar por la fuerza. Alguien alzó, hasta la altura de mis ojos, el brillo de la hoja de un cuchillo de cocina. Retrocedí y cambié de táctica. Traté de razonar con ellos para que me dejaran rescatar la placa, o al menos, a los animalitos. Fue inútil. Las llamaradas se elevaron al cielo nublado de la mañana, coronadas por la espesura amarilla de volutas de humo. La gata Mimi, aterrada por el fuego, intentó escapar por una grieta de las tablas, llevando en el hocico a uno de sus gatitos. La turba no lo permitió; unos niños la interceptaron, la embutieron en una bolsa de yute y la devolvieron –con algarabía- a la estructura en combustión. La cabaña se consumió en menos de una hora ante las exclamaciones jubilosas de la muchedumbre. Indignado por la violencia innecesaria y por la incuria de esas gentes, los recriminé y volví lo más rápido que pude a Santa Marta. Al llegar al pueblo, fui a exigir al alcalde que sancionara a los responsables. La autoridad me pidió más bien que me fuera de aquel poblado.
Es gente sencilla, supersticiosa, dijo. Su llegada coincidió con la aparición del ahogado y con la muerte de sus niños. Ahora ellos creen que usted tenía algo que ver con Marulanda. No tenemos policía aquí; no puedo garantizar su seguridad. Por favor márchese, dijo con tono sincero, tocándome el hombro.
Han pasado ya más de diez años desde estos acontecimientos. He relatado mi historia a quien quiera escucharla; me he entrevistado con teólogos, científicos y políticos. He intentado transmitir aquel conocimiento trascendental a personas que por su posición e influencia, pudieran convencer al mundo de que la existencia de Dios es una realidad incontestable. Sin embargo, he sido recibido con muestras de simpatía burlona, cuando no de compasión. Más de uno me ha recomendado asistencia siquiátrica. García Márquez mismo negó – en declaraciones a la prensa – el que me conociera o que hubiera escuchado alguna vez de Hortensio Marulanda. Es más, se atrevió a negar que nuestro encuentro hubiera tenido lugar. Esto que escribo aquí, es para establecer mi honestidad y mi cordura. No he perdido la razón; tampoco inventé mi encuentro con García Márquez – como dicen algunos – para ganar notoriedad como escritor. Cómo explicar con palabras lo que vi en la vivienda de Marulanda, si yo mismo no puedo entenderlo? En todo caso, tal vez lo entendí mientras el milagro duró; luego de eso, el lenguaje que me permitió comprender el portento fue borrado de mi memoria.
Estoy seguro de lo que sucedió, sin embargo, en aquella noche extraordinaria. No he soñado la placa, no la he inventado; la única verdad es que la tuve entre mis manos. Cuando la retiré de la caja que guardaba los garabatos indescifrables de Marulanda, estaba envuelta en una tira de gasa de algodón crudo, atada con una cinta de color amarillo. La tomé en mis manos, desanudé la cinta y retiré la gasa con cuidado. Un primer examen mostró solamente una imagen velada por la sobre-exposición: Una blancura sin mácula. Con sorpresa advertí que en la blancura absoluta de la placa había algo que mi visión registraba pero que mi mente no entendía. Uno sólo puede ver lo que es codificable en signos, lo que la mente – mediante el uso del lenguaje – puede interpretar. Lo que sea ue estaba retratado en aquella imagen estaba más allá de mi capacidad de comprensión. Aun así, estaba seguro que había algo en aquella superficie de intachable blancura.
En aquel momento sentí una presencia invisible en el aire claro-oscuro de la pieza. ¿Sería acaso el espíritu del muerto? Marulanda había dedicado toda su vida a obtener aquella placa. Yo, de igual manera, había perseguido durante décadas la pista de aquel enigma que me atormentaba. Aquella pertinacia que teníamos en común, nos había hermanado. No sentí miedo, sino más bien la certidumbre de que mi visita era bienvenida. Tal vez Marulanda – el espíritu de Marulanda – estaba dispuesto a compartir conmigo el fruto de sesenta años de disciplina alquímica. Comprendí entonces, que el inútil trasto fotográfico del ermitaño no tenía como objetivo reproducir imágenes celestiales ni fenómenos atmosféricos. Que sus horas de sufrimiento corporal, en sesiones interminables bajo sol ardiente o lluvia helada eran más bien, parte de su propia transmutación personal. Que los materiales que había elegido para el ejercicio de su alquimia no eran morteros y metales, alambiques, nitratos ni emulsiones fotográficas, sino más bien, su propio ser, su cuerpo y su espíritu. Que la luz que había querido perennizar en la única placa era su propia luz interna, la Luz Pura, un retrato de su propio proceso de purificación existencial. Al experimentar la presencia de su espíritu en la cabaña, tuve la convicción que Marulanda trataba de decirme que lo había logrado. Aquel pensamiento me dio la tranquilidad de saber que su búsqueda – que la mía misma – no había sido en vano.
Volví a posar la mirada sobre la lámina metálica. Fue entonces cuando mi mente empezó a discernir, poco a poco, en a blancura absoluta de la imagen, la fisonomía insondable de la divinidad. Esta se fue dibujando ante mis ojos, sus rasgos apareciendo uno tras otro, hasta mostrarme en su plenitud universal, la gloria y el horror infinitos. A partir de ese momento mis recuerdos se tornan confusos; sé que de mi boca salió un torrente incontenible de palabras uyo significado ignoro sé que contemplé absorto aquel tesoro, sin pestañear, por varias horas. Lo sé, porque el alba me encontró sentado sobre el camastro de Marulanda, la placa entre las manos, sin sueño ni cansancio, los ojos asombrados y enormes, incapaces de despegarse, siquiera por un segundo, del daguerrotipo de Dios.
A bordo del “Free to Wander”,
Seward, Alaska. Junio de 2007.
Post Scriptum: Sobre la experiencia
religiosa.