RESEÑA DEL AUTOR
José Antonio Galloso. Nació en Lima, el 4 de febrero de 1972. Es escritor, fotógrafo y profesor. Ha publicado el libro de poemas Si huyes hacia adentro, (Editorial Colmillo Blanco, 1998) por el que recibió una distinción en el concurso nacional “El Poeta Joven del Perú” (1995). En el 2000 publicó la novela juvenil Tres días para Mateo, (Alfaguara). En colaboración con el artista chileno Franz Fischer, publicó el libro experimental de poesía Recortes de la memoria o el libro de la sombra, (Bizarro Ediciones, 2007). El mismo año publicó la novela El mal viaje (Alfaguara). Algunos textos suyos aparecen en la antología Abofeteando a un cadáver (Bizarro Ediciones, 2007), y en La mala nota, el colegio en el cuento peruano (Alfaguara, 2008). En mayo de 2009 aparecerá su tercera novela bajo el sello editorial Alfaguara. Varios de sus cuentos, poemas, textos periodísticos y fotografías han sido publicados en el periódico Milenio de México, en otros medios impresos, y en la red. Desde Marzo del 2002, José Antonio radica en San Francisco, California. Este cuento es parte del libro inédito Lima-Mala. En la siguiente línea aparece tanto el blog del escritor como la página en donde se pone de manifiesto otra de las pasiones de José Antonio, la fotografía.
CUENTO
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Crecer había sido duro. Cada año había sido un siglo de dolor constante y de reparo, de descubrimiento paulatino de esa verdad atroz que sería su felicidad única y también su cruz. Cada año interminable en esa casa, en esa escuela, como si hubiera nacido para no ver jamás la luz del día. Nunca supo otra cosa que no fuese eso de saberse diferente, de esperar desde chiquito el momento de quedarse a solas para vestirse apurado con la ropa de su madre. Rápido y con miedo, pero ansioso por mirarse al espejo y sentirse feliz por un segundo, porque después, venía el miedo enorme que lo obligaba a sacarse la ropa y dejar todo tal y como estaba. El miedo enorme que era su padre en la casa, una sombra oscura con olor a alcohol y a gritos y a golpes. Porque el hombre tenía la obligación de corregir y para corregir había que dar golpes. Pero con Ernesto su padre no pudo, a pesar de que lo había golpeado duro y hasta cansarse, nunca pudo arreglarlo. Ernesto había nacido estropeado, torcido. Simplemente había sucedido así, chueco desde el principio, sufrido para siempre. Por más que lo intentaba no podía ocultarlo; saltaba a la luz cuando corría por las calles con sus hermanos, cuando no le salía ni una miserable jugada en la cancha de fútbol, cuando prefería mil veces jugar al vóley con las chicas o sentarse en la vereda con las rodillas juntas, juntísimas.
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Se adelantó un poco hasta quedar sentado al borde del sillón, dejó el cigarro colgando entre los labios, tomó la bolsa de papel, extrajo una caja, la apoyó sobre los muslos, la abrió y sacó una botella de güisqui Swing. La observó un rato entre sus manos, la colocó sobre la mesita y con un leve golpe activó el movimiento pendular. Le había costado un ojo de la cara pero no era para menos, la ocasión así lo ameritaba. Se quedó mirando la botella y por unos instantes todo fue el sonido de ese vaivén de vidrio rebotando en las paredes. Se levantó, tomó la botella por el pico, se fue a la cocina, echó unos cubos de hielo en un vaso y la llenó hasta el borde. La cocina estaba inmunda. Los platos con comida seca y pegoteada desbordaban el lavabo. Los vasos usados y las ollas ocupaban las repisas. Bebió un sorbo largo y seco. Se concentró en el sabor a madera, en el olor antiguo del güisqui. Con el vaso en la mano se dirigió hacía el cuarto de baño. El piso de la ducha estaba cubierto de moho. Tiró lo que quedaba del cigarro en la taza del excusado y tomó otro trago antes de empezar a desvestirse. Su cuerpo flaquísimo y desnudo dejó expuesta la fealdad imposible de su cuerpo. Volvió a beber. El espejo sobre el lavabo estaba roto. Evitó encontrarse con su reflejo fragmentado. Entró a la ducha y, con los brazos caídos y los ojos cerrados, dejó que el agua fría recorriera el cuerpo.
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Las primeras explosiones se escucharon a las diez de la mañana. Sus hermanos y sus padres se estaban terminando de arreglar para ir a la plaza. Ernesto estaba echado en la cama, tapado con las frazadas hasta la cabeza. ¡Tú no vas!, le había dicho su padre durante el desayuno, ¡no quiero pasar vergüenzas, esta es una fiesta decente! Pero viejo, quiso intervenir su madre. ¡Pero nada!, él se queda a cuidar la casa y punto. Escuchó la puerta al cerrarse. Era la primera vez que le prohibía ir con ellos a la fiesta del patrono San José. Con seguridad su padre no se había podido olvidar de la fiesta del año anterior, cuando, después de haberse bebido unas cervezas de más, Enrique, con sus catorce años confusos, se había puesto a bailar como loco, como si nadie lo estuviera viendo, había perdido la compostura que siempre había tratado de mantener, y su padre, que estaba más borracho que todos, lo jaló con fuerza por el brazo, le dio una cachetada tremenda y lo mandó a su casa para siempre. Esperó unos minutos para asegurarse de que ya no regresarían, se secó las lágrimas, se destapó, se puso de pie, fue a la sala y encendió el viejo televisor blanco y negro. Se pasó toda la tarde viendo telenovelas mejicanas mientras sufría al escuchar la música, la risa, las explosiones de los cohetes en la plaza. Y, como siempre, se sintió sólo, lejos de todos, desplazado. Cuántas veces había tratado de cambiar, de arrancar de su corazón aquella verdad que significaba vergüenza, pecado, oscuridad. Cuántas veces se había jurado que se iba a portar como todo un hombre, que iba a conseguir una enamorada y que iba a dejar de ser aquello que inevitablemente era. Pero siempre había sido inútil, a pesar de las interminables horas de rezo, de súplica desesperada: Por favor Diosito, por favor, haz que me despierte siendo como mis hermanos, como mi padre, haz que no vuelva a mirar a los hombres con estos ojos que me duelen en el alma. Pero nada pasaba. Cada día se levantaba siendo más que nunca aquello que nadie quería que fuese, ni siquiera él. Se quedó dormido frente al televisor, enroscado sobre si mismo.
El sonido del timbre, seguido por una serie de golpes insistentes en la puerta lo despertaron. Abrió los ojos y se levantó. Ya era de noche. Se acercó a la puerta y miró por el ojo de buey. Era su primo Edson.
-¿Qué pasa? -Le preguntó al abrir la puerta.
-Nada, nada.
-¿Todo está bien?
-Sí.
Entró tambaleándose hasta dejarse caer en el sofá. Tenía los ojos muy rojos y le costaba fijar la vista. Edson tenía 19 años y era el sobrino favorito de su padre. Jugaba fútbol en el equipo del barrio como centrodelantero y ya llevaba dos años siendo el goleador del equipo. Era alto, de rasgos fuertes, con la cara cortada en ángulos definidos, con los ojos marrones y almendrados, con el pelo negro, lacio y largo hasta los hombros, con el cuerpo estilizado y atlético de los jóvenes deportistas. Todas las chicas del barrio se morían por él.
-¿Tienes hambre? -Le preguntó.
-Sí.
Enrique se levantó y fue a la cocina a prepararle algo de comer. Encontró una hogaza de pan y un par de huevos. Sacó la sartén, la colocó sobre la hornilla, la encendió y le echó un chorrito de aceite. Edson cerró los ojos y dejó caer la cabeza hacia atrás. Enrique no podía sacarle los ojos de encima mientras freía los huevos. Siempre le había gustado. Cada vez que había un juego, él era el primero en estar listo para ir a la cancha. Su padre y sus hermanos pensaban que era porque le gustaba el fútbol, pero eso no era cierto, él iba para ver a Edson, para verlo correr sobre la cancha de tierra, sudado, con el pelo mojado, con ese short azul que dejaba expuestos esos muslos poderosos contrayéndose tras cada zancada. Tomó una espátula, sacó los huevos de la sartén y los colocó en un plato junto con la hogaza de pan. Apagó la hornilla y retiro la sartén del fuego.
-Toma, es lo único que había.
Edson abrió los ojos, se enderezó con esfuerzo y tomo el plato.
-Espero que te guste.
Se sentó junto a él y lo observó en silencio mientras devoraba la comida como un animal salvaje. La yema líquida, amarilla y tibia, se le chorreaba entre los dedos que lamía con fruición. Masticaba con la boca abierta produciendo una serie de sonidos que, en cualquiera de sus hermanos le habría producido asco, pero en su primo no, ante él, todo era diferente. Al terminar de comer, Edson dejó el plato sobre la mesita de centro y volvió a recostarse en el sofá. Olía a cerveza, a sudor de baile tupido en la plaza. La camisa estaba mojada, pegada a los pectorales, la respiración se escuchaba muy fuerte, el pecho subía y bajaba. De pronto, una arcada le hizo convulsionar el cuerpo, se paro de un solo impulso y salió corriendo hacia el baño. Ernesto fue tras él.
-¿Necesitas ayuda? -Le preguntó pero no obtuvo respuesta. Estaba arrodillado con la cabeza sobre el excusado. Ernesto se acercó para ayudarlo. Se agachó, con una mano le sujetó la frente y con la otra lo tomó por el estómago-. Tranquilo, tranquilo -le decía-, tienes que botar todo el alcohol, después te vas a sentir mejor -La mano que sujetaba la frente lo empezó a acariciar poseída por una fuerza superior a cualquier voluntad.
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Como una reina y al diablo todo, se dijo y abrió los ojos. Tomó una esponja, le echó un champú especial para la piel y empezó a frotarse el cuerpo, con ambas manos, despacio, el pecho, las piernas, con los ojos cerrados, lentamente, el cuello, la nuca, muy despacio; se imaginó que estaba en un baño muy elegante, blanco, era una visión muy clara, un baño blanco, una gran tina blanca, una gran ducha blanca, blanquísima; se imaginó lejos de ese lugar decadente y apestoso en el que se encontraba atrapado; era gratificante sentir el agua corriendo, el agua que todo lo limpia, la esponja que todo lo limpia, los ojos cerrados que todo lo limpian; y las manos, las dos manos, sobre el pecho, sobre las piernas, sobre el sexo, despacio, una y otra vez, lentamente, sobre el sexo, de nuevo, otra vez; y los cuerpos de fuego empezaron a surgir caprichosos en la mente, y el agua, y la esponja, y las lenguas de fuego, y las manos de fuego, y ese hombre de fuego imposible de olvidar; todo era sólo el hombre en ese instante, todo era sólo el hombre, los ojos cerrados, la mente, la esponja, las visiones de esos cuerpos sudorosos, y el agua, y las manos, y el sexo, todo era el sexo, todo era el sexo blanco hasta el final, todo era sólo Edson en la memoria, todo era sólo el fuego. Abrió los ojos y se encontró consigo mismo, horrible y olvidado, lejos del mundo. Tomó un frasco de crema de afeitar, lo agitó y lo untó a lo largo de su piel grisácea, enferma. Tomó luego una máquina de afeitar y empezó el proceso mil veces repetido de rasurar todo su cuerpo.
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Edson terminó de vomitar. Su camisa y sus pantalones estaban manchados, con olor a bilis, a fermentos etílicos. Ernesto sabía que estaban solos, acompañados por las voces que llegaban desde la sala en blanco y negro, por las explosiones de los cohetes, por la música débil de la plaza que le decía como un susurro oscuro que nadie llegaría pronto. Recostó a Edson contra la tina.
-Tranquilo -le dijo, jaló la cadena del excusado y limpió el piso con papel higiénico. Luego se dejó llevar por los impulsos. Trataba de que cada movimiento surja natural desde el centro de su corazón acelerado-. Mira cómo estás -le dijo-, qué vergüenza, pareces un borracho cualquiera, no quiero que mi madre te encuentre así. Será mejor que te bañes y te cambies.
-No, déjame -le dijo Edson.
-Tranquilo, tranquilo -insistió Ernesto-, no va a pasar nada. Déjame ayudarte, yo te puedo prestar ropa. A ver, párate, párate. Asu macho, estás bien pesado. A ver, ayúdame un poco. Así, eso es -empezó a desabrocharle la camisa, botón por botón, muy despacio. El pecho fue quedando al descubierto, la piel morena, los músculos jóvenes y definidos. Tenía un poco de reparo antes de ejecutar cada movimiento, pensaba que Edson podría reaccionar mal, largarlo de un solo manotazo violento y ofendido, pero nada de eso pasó. Su primo se quedó muy tranquilo, con los ojos cerrados se dejó sacar la camisa. No dijo nada cuando Ernesto se agachó y después de desabrochar el botón del jean empezó a bajarlo lentamente. El corazón se le salía del pecho, nunca antes había estado tan cerca a un hombre, nunca antes el deseo lo había tomado con tanta fuerza desmedida.
-¿Qué haces? -Murmuro Edson.
-Tranquilo, primo, un baño te va a caer muy bien. Ven siéntate aquí.
Obedeció y se sentó sobre la taza del excusado. Ernesto colocó el tapón en la tina, abrió el grifo del agua caliente y fue al cuarto de sus hermanos a buscar algo de ropa que le pudiera prestar. Estaba ansioso, dominado por una serie de emociones extrañas, intensas, desorbitadas. Regresó al cuarto de baño, dejó caer la ropa al piso, cerró el grifo y probó con la mano que el agua no estuviera demasiado caliente.
-Listo, primo, ahora, sácate la ropa interior y métete al agua.
Todo se salió de proporciones al ver el cuerpo desnudo tendido bajo el agua. Sin poder controlarse, tomó una esponja y empezó a frotar la piel de cobre.
-¿Qué estás haciendo? -Le preguntó Edson-, ¿estás loco?
Ernesto se detuvo por unos instantes, esperaba que Edson le pidiera que se fuera, que lo dejara en paz, pero no lo hizo. Por el contrario, cerró los ojos y se relajó por completo. Muy despacio, volvió a colocar la esponja sobre el pecho desnudo, casi no rozaba la piel. El presentimiento de algo oscuro a la vez que luminoso bullía en su interior. No podía dominar el instinto, no podía detenerse. Después de todo, Edson no se estaba rehusando a las caricias, después de todo, él seguía con los ojos cerrados, como no queriendo ver, o quizá, como queriendo imaginar escenas lejanas. Nada existía en el mundo, solo Edson dejándose tocar, solo la certeza de saberse pleno, más cerca que nunca de sí mismo, con unas ganas terribles de mirarse al espejo y estallar en carcajadas de alegría plena. Luego, después de que todo hubiese terminado, mientras su primo dormía muy tranquilo en la cama de su hermano y él lo contemplaba desde el vano de la puerta, Ernesto tuvo la clara certeza de que no habría vuelta atrás. El viaje más oscuro y radiante de su vida, el único, había comenzado.
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Se terminó de bañar, cerró el grifo, se envolvió en una bata de felpa blanca, tomó el vaso de güisqui y lo secó de un solo trago. Fue a la cocina, tomó la botella y se dirigió a su habitación. Encendió la luz, colocó la botella y el vaso sobre la mesa de noche, se sentó al filo de la cama, abrió un cajón y sacó un maletín rectangular en la que guardaba todo su maquillaje. Volvió a llenar el vaso. Encendió otro cigarro. Luego de la primera calada, una tos seca y metálica lo obligó a agarrarse el pecho con ambas manos para intentar aplacar el dolor. Dejó el cigarro sobre el cenicero que descansaba sobre la mesa de noche, abrió la caja, sacó un frasco de crema y la aplicó con mucha paciencia en los brazos y en las piernas. Después, sacó un frasquito de esmalte para uñas y una bolsa de algodón. Colocó sendas bolitas blancas entre los dedos de los pies flacos y torcidos, agitó con fuerza el pomito, lo abrió y, muy despacio, empezó a cubrir las uñas con ese esmalte rojo fuego que tanto le gustaba.
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Durante dos años Edson fue su amante. El primer hombre de su vida. Lo único que a Ernesto le molestaba era que sólo iba hacia él cada vez que estaba borracho. No había manera de que sucediera algo en el campo de la sobriedad, ni siquiera lo miraba directo a los ojos, es más, lo trataba con cierta indiferencia, o peor aún, como si nada de lo otro estuviera ocurriendo entre ellos. Pero cuando se emborrachaba todo cambiaba. Ernesto había establecido ya esa relación directa entre el alcohol y el sexo, y ni bien lo veía destapando las primeras botellas, su corazón empezaba a segregar las sustancias celestes del deseo. Sabía que entonces sería posible acariciar ese cuerpo atlético con el que tanto soñaba. Estaba enamorado, loco por completo. Escribía su nombre en las páginas finales de sus cuadernos y lo decoraba con corazones y flores. Escribía largas cartas de amor que guardaba celosamente bajo el colchón de la cama. Qué feliz se sentía. No importaba nada más que ese amor desmedido que, en el fondo, sabía jamás sería correspondido. Se acostumbró a las migajas que Edson le daba cuando estaba lo suficientemente ebrio como para fingir no darse cuenta de lo que estaba haciendo. Y sus encuentros secretos y furtivos, fueron ganando en osadía hasta que llegó esa tarde oscura de julio. Ernesto entró a la casa luego de un día de colegio y encontró a sus padres sentados en la sala. Ella lloraba desconsolada y él sostenía entre las manos las cartas de amor que él le había escrito a Edson. Lo botó como a un perro. Le dijo que agarrara sus cosas y se largara. Lo borró por completo de su memoria. Nada pudo hacer su madre si no llorar y llorar. Le dijo que se avergonzaba de él, que si pudiera lo mataría pero que no quería terminar en la cárcel. Lo golpeó hasta cansarse. Ernesto no dijo nada. Ni siquiera lloró. Metió su ropa en una mochila y se fue.
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¡Te maldigo!, ¡para mí estás muerto! Fueron las últimas palabras que le escuchó decir a su padre antes de que la puerta de su casa se cerrara para siempre. Solo, desesperado y sin saber que hacer, deambuló por las calles del barrio. Pensó en tirarse bajo las ruedas del primer autobús que pasara por la carretera. Pensó en caminar hasta el primer edificio alto que encontrara en su camino para subir al último piso y saltar al vacío. Pasó varias veces por la puerta de su casa. Tenía unas ganas locas de tocar la puerta y suplicar arrepentido, pero no tuvo el coraje para hacerlo, el miedo que le tenía a su padre era superior a todo. Terminó sentado en un parque muy cerca de su casa. Lloraba, esperaba en vano a que su madre apareciera en la penumbra a decirle que regresara, que su padre estaba arrepentido. Sacó una casaca de su mochila, se la puso, se recostó encogido al costado de un árbol y siguió llorando.
Lo despertó el duro frío del amanecer limeño. Recogió su mochila y empezó a caminar sin rumbo. Fue entonces que, al doblar una esquina, vio a la mitad de la cuadra a Shirley barriendo la puerta de su casa:
-¿Qué te pasa? -le preguntó al verlo tan triste.
-Me han botado de mi casa -respondió.
-¿Qué?, no puede ser. Ven, pasa, pasa. Cuéntame, ¿qué ha pasado? Shirley era alto, de piel trigueña y pelo rubio hasta los hombros. Tenía una peluquería en la salita de su casa en la que atendía a todas las chicas del barrio. Lo recibió con mucho cariño desde un principio. Sin dudarlo siquiera, le ofreció un espacio donde quedarse, una cama, un plato de comida. Nunca antes lo habían tratado de esa manera. Nunca antes lo habían hecho sentirse tan bien consigo mismo.
-Uno es lo que es y hay que aceptarlo. No hay más vuelta que darle. El problema no eres tú, Ernesto, el problema son tus padres.
Shirley fue más que un amigo, una madre. Le enseñó con mucho gusto el oficio de la belleza y el arte de sobrevivir siendo uno mismo. Fue él también quien le puso La Reina mientras le teñía el pelo de rubio.
Y despertar cada mañana con una sonrisa, y vivir contagiado por las tremendas ganas de vivir de Shirley, así como conocer a sus amigas, escuchar sus historias entre música y cervezas, todas semejantes o peores que la suya, lo ayudaron muchísimo en el proceso de superar la crisis emocional y la depresión provocada por el rechazo. Sin embargo, la felicidad no duró mucho.
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Era sábado. Habían estado tomando cerveza y escuchando música toda la tarde. A la media noche decidieron acostarse, pero ni bien empezaban a conciliar el sueño un estruendo de cristales rotos las levantó en vilo. Luego escucharon una serie de voces de hombres que venían desde la sala. Shirley se levantó y Ernesto salió tras ella. Al llegar a la sala encontraron a cuatro hombres con pasamontañas y patas de cabra que estaban destrozando todo lo que encontraban a su paso. ¡Maricones de mierda!, gritaban, ¡sidosos del diablo!, ¡nadie los quiere en este barrio!, ¡váyanse de acá cabros salados! Shirley corrió a la cocina en busca de un cuchillo para defender lo que con tanto trabajo había logrado, pero uno de los tipos la vio y le atestó un golpe fortísimo en la cabeza que la dejó sangrando y tendida en el suelo. Ernesto sólo atinó a correr hacia ella y observarlo todo mientras le sujetaba la cabeza aterrado. No podía creer lo que sus ojos estaban viendo, el odio desplegado por esos hombres, los espejos explotando en mil pedazos y esa galonera anaranjada con la que uno de ellos empezó a rociarlo todo. A Ernesto no le hicieron nada más allá de las infinitas amenazas. Después, vino el incendio, las lenguas de fuego devorando la vida de Shirley por completo, y la culpa que se quedó enquistada en el corazón de Ernesto, a pesar de que, Shirley, le dijo después, que le iba a estar eternamente agradecida por haberle salvado la vida.
Cuando los bomberos terminaron de apagar las llamas, ya no quedaba nada del salón de belleza, sólo una serie de fragmentos negros cayéndose a pedazos.
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Se puso el vestido de lycra rojo, el que mejor le quedaba. Sacó sus botas de charol negro y, mientras se las ponía, las lágrimas empezaron a resbalar por el rostro sin expresión. El alcohol confundía las emociones contenidas. Se secó las lágrimas, agarró la caja del maquillaje y empezó el proceso final de la transformación. Untó el rostro entero con base oscura a través de la cual se percibía el color cenizo de la piel. Dibujó las cejas sobre los huesos de la frente. Pegó las pestañas postizas con delicadeza. Pintó los labios de un rojo incendiado. Delineó la boca de la Reina más allá de los labios. Aplicó chapas sobre los pómulos salidos y cerró la caja. Se puso de pie y se miró frente al espejo. Esa era ella, La Reina, la única, la verdadera. Ernesto era alguien que ya no conocía, una historia oscura del pasado, un error terrible que la había llevado por laberintos nefastos. El único culpable.
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Se refugiaron en la casa de La Diabla, una de las amigas de Shirley. Entonces Ernesto conoció el verdadero rostro de la noche, ahí donde Shirley había comenzado su sueño del salón de belleza. Las esquinas tristes de la avenida Arequipa, de la Javier Prado, de la Canadá. Esas largas noches esperando a los clientes que, pronto descubrió, eran de todo tipo. Jóvenes, viejos, borrachos, fumones, ricos, pobres. Se dio cuenta entonces que no era un bicho raro, que había mucho hombres llevando la doble vida de la urbe. Casados respetables, hombres de familia que esperaban las altas horas de la madrugada para dejarse llevar por el lado oscuro del deseo. Al principio fue muy raro, un acto extraño de intercambio, sexo por dinero, dolor, asco. Rara vez el placer de un hombre guapo, pero el dinero llegaba y, según Shirley, pronto podrían independizarse y salir de eso. Sin embargo, Ernesto nunca pudo dejar de sentir culpa, la maldita culpa, y ni bien hubieron reunido el dinero para alquilar una casita en el Cono Norte y empezar de nuevo el negocio del salón de belleza, Ernesto, desapareció. Tomó sus cosas y se fue arrastrando su mala suerte a cuestas.
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Sacó toda la ropa de sus cajones, la llevó a la sala y la tiró sobre la mesa de centro. Se sentó en el sillón y ató todas las medias de nylon con nudos fuertes cuya resistencia comprobaba con las manos. Tomó la botella de güisqui y bebió directamente del pico. Se subió al sillón y amarró la tira de medias a la biga de madera que sostenía las calaminas del techo. Shirley vendría al día siguiente. Tomó el encendedor, encendió un cigarro y le prendió fuego a su ropa. Shirley se encargaría de todo. Ella sabría comprender. Ella era la única capaz de comprender. Terminó de fumar frente al fuego que empezaba a correr sobre la alfombra, se subió al sillón, ató el extremo de las medias alrededor del cuello, con una sonrisa desmedida en el rostro se despidió de Ernesto y, como una Reina, saltó.