Juan Manuel Robles es una de las voces principales de unas de las mejores revistas del Perú: Etiqueta Negra. Hace poco leyendo uno que otro artículo en la web, descubrí la polémica que este estupendo cronista ha generado a partir de la publiación de su crónica en la revista colombiana
SOHO titulada: Que pase Laura Bozzo, donde cuenta detalles, una vez más, poco santos de nuestra política peruana.
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El show «Laura en América», uno de los más amarillistas y más vistos en América Latina, llevó a su presentadora a convertirse en la más famosa del Perú. El cronista Juan Manuel Robles habló con esta mujer que presentaba personajes desdentados por montones mientras ella luchaba por fingir su mejor sonrisa.
Seamos justos: Laura en América fue un programa legendario. La fina construcción de sus escenarios, la domestica hondura de sus entuertos, la procaz ironía de sus diálogos, la indigencia documental de sus invitados, los llantos precisos, el milimétrico control de los tiempos de cada una de las rabietas de la conductora, la ira incontenible, todo eso era el insumo de una producción que dio al Perú y a su gente la oportunidad de ser famosos en más de veinte países. Porque no hay que ser mezquinos, Laura fue célebre y puso al Perú en el ojo del mundo. De Bogotá a Caracas, de México a Miami. Hasta en La Habana de los hermanos Castro circulan hoy DVD que compilan los mejores episodios de un espacio que, como una gran terapia en vivo, logró que los peruanos sacaran a flote sus más íntimos traumas.
Era julio de 2004 y yo estaba ansioso por verla. Laura Bozzo vivía entonces en la cúspide de la fama, su drama insólito —una mujer encerrada en su propio estudio de TV— concitaba la atención de reporteros de la BBC de Londres, la CNN, Televisa, el New York Times. Todos venían en avión a entrevistarla, a capturar este valioso fragmento de su biografía novelada, a fotografiarla con alguno de los innumerables vestidos de Roberto Cavalli que guardaba en el armario. Ahora era mi turno. Fui a su casa, que era al mismo tiempo el set de grabación y la cárcel en que purgaba condena. Un policía vigilaba en la puerta. Los custodios personales de la diva me pidieron esperar. Luego recibieron la orden. Suba. Laura Bozzo me esperaba en su estudio. Había una foto de Eva Perón, la foto clásica, la que posee una admiradora snob, advenediza, novata. Laura no llevaba maquillaje: tenía el cachete hinchado y eso le daba una asimetría estremecedora que invitaba a frotarse los ojos.
-El dentista acaba de irse, me duele la muela así que termina rápido.
Encendí velozmente mi grabadora, nervioso e intimidado. Era el vozarrón de una diva, el mismo rugido de su frase más célebre: ¡Que pase el desgraciado! Dialogamos y tomé apuntes. De vez cuando, se llevaba la mano a la mandíbula y entrecerraba los ojos, de dolor. En ese entonces, me concentré más en las declaraciones y no le di demasiada importancia al instante del que era testigo, un instante que, con los años, he llegado a considerar poesía pura.
Ella, la mujer que con los panelistas de programa difundió en el mundo la leyenda de que los peruanos no tenemos dientes, estaba sufriendo inenarrables penurias dentro de ese apagado volcán que era su boca cerrada. Por lo general, los panelistas de su reality llegaban al estudio de televisión con ventanitas graciosas en lugar de incisivos y caninos, encías al aire, rosadísimas, libres, porque cuando la vida es dura nadie se anda preocupando por pequeñeces odontológicas: los colmillos se pierden porque no hay para Colgate ni para Listerine, y si un asalto con golpiza incluida no te arranca los dientes, sin duda el tiempo, la miseria, o las pinzas oxidadas de un odontólogo barato lo harán.
Recordé otra vez aquel instante, Laura con dolor de muela, cuando hace unos meses un noticiero de México difundió imágenes de la supuesta caída de la dentadura de la conductora, en una transmisión en vivo por la mañana. Reproducido en cables de decenas de países, aquel no era, sin embargo, el primer papelón de una vida llena de bochornos, cámaras inoportunas y sapos.
En el Perú, hay un congresista suspendido 120 días por grabar a sus colegas sin que ellos lo sepan. Ponía cámaras en la oficina. Luego llamaba a la prensa. También le atribuyen la difusión de un video privado en que el comandante general del Ejército de Perú dice: «Chileno que entra, sale en cajón». El hecho provocó un incidente diplomático con Chile. Ahora, el señor Gustavo Espinoza Soto aprovecha el castigo para tomarse un largo descanso en su vivienda campestre. Hace sol. Espinoza Soto es hoy famoso por ser un «loco camarita», una especie de aprendiz de Vladimiro Montesinos (el jefe de Inteligencia de Fujimori). Lo que nadie sabe es que este hombre se estrenó en el arte de la extorsión espía con la hoy célebre doctora Laura Bozzo, hace más de veinte años. El congresista Espinoza se ríe, él no usaría esa palabra tan fea, extorsión, qué es eso, no sea malo.
—Yo solo quería que Laura aprendiera a respetar —dice.
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