Por Nora Cecilia Cuculi
La La Land se ha hecho conocida por un peculiar incidente en la entrega de los Oscar de este año, cuando la anunciaron como la mejor película; inmediatamente después, en medio de los agradecimientos emocionados del elenco, se indicó que su premiación había sido un error, que el verdadero ganador como mejor película era Moonlight. Hecho inédito en la historia de los Oscar. Desde ese entonces, he leído una serie de comentarios en las redes sociales. En la mayoría de ellos, se respalda a la excelente Moonlight.
Obviamente, no iba ganar La La Land. Es decir, un musical no podía ganar como mejor película del año en un contexto de conflicto político en Estados Unidos.
Yo soy team La la Land, debo confesarlo; a pesar que intelectualmente me vería más chévere diciendo que me gustó Moonlight (que es muy buena, indiscutiblemente). Sin embarago, no creo que se deba reducir a La La Land a un simple musical o a una película romántica.
Primero, no reduciría esta producción al rótulo de película solo musical. Indudablemente utiliza el género musical del Hollywood Golden years como herramienta para contextualizar la historia de la película, pero hay mucho más que eso. Es decir, si bien es cierto que la primera parte de la película consta de una serie de números musicales seguidos (cuyo punto de comparación con los íconos musicales del cine americano se puede discutir), conforme la historia va desarrollándose, las escenas musicales disminuyen y aumenta el drama de los personajes: en cierto modo, encarnaciones de todos los soñadores.
La historia de los ideales confrontados con la dura realidad se va haciendo más intensa mientras los momentos de ensoñación que traslucían los cuadros de música y bailes se reducen a lo mínimo necesario. Se comprende que no todo es baile, canto y pasos de tap para estos protagonistas enamorados. Que es posible que MIS sueños, perdón, SUS sueños no se hagan realidad, que tal vez deban renunciar a él antes de que sea muy tarde. Después de todo, la vida no es un musical. Como sucede en la realidad, llega el momento de negociar con los sueños, o posponerlos: la realidad te va jalando. En un momento dado te das cuenta que no lo puedes tener todo, perdón, que los personajes no PUEDEN tenerlo todo. Los protagonistas, los soñadores, tienen que sacrificar su relación para hacer realidad sus sueños artísticos, porque, por lo visto, a veces hay que negociar con la vida.
Como se verá en esta nota, para mí la película no se reduce a un bonito musical. Abarca una historia completa, un tópico relevante y, hasta cierto punto, desolador; sobre todo, si también te consideras un soñador que quiere vivir del arte y tropiezas a cada rato con la implacable realidad revestida de pragmatismo. Desde mi punto de vista, el director de la película, Damien Chazelle, eleva la película a un nivel superior cuando – para el final – retorna a lo musical para recrear lo que hubiera sido la vida de los protagonistas si – acaso – su sueño se hubiera hecho realidad en todas sus facetas. Un mundo alterno en donde sus sueños, los sueños se materializan en una vida ideal; pero, claro, es solo un momento, una especie de sueño que los interconecta mientras dura la interpretación en el piano de una pieza de jazz. Lo reconozco, una de las pocas escenas que me hizo llorar.
Junto a esta historia, completa, redonda, agrego el trabajo técnico. El arte es bello, la combinación de colores en cada cuadro, su exquisita paleta de colores, su vestuario perfectamente pensado. El vestuario y maquillaje, con la remembranza de los años 40, 50, 60, que es precisamente el tiempo del furor de los musicales de Hollywood, es impecable. De otro lado, la fotografía que se compone, entre otras cosas, con la iluminación, trabajo no tan valorado o que pasa desapercibido por nosotros los espectadores comunes al momento de ver una película. La iluminación es importantísima. Sin esta y, en general sin una buena fotografía, la película no proyectaría ese placer estético que caracteriza a una buena obra.
Tampoco olvidemos otro elemento importante: la música. A cargo de Justin Hurwitz, amigo personal del director de la película con quien también trabajó en la película Whiplash. Justin Hurwitz, un genio musical, ganador ya de innumerables premios. Para La La Land Hurwitz creó una hermosa melodía romántica, dulce y también melancólica. Se dice que Hurwitz, se dio el trabajo previo de crear más de 1000 demos para esta película. Extenso material de donde la dirección tuvo que seleccionar con muy buen oído.
Así que para quienes categorizan a esta obra como una película romántica, comedia – romántica (como escuché decir al presentador del Oscar en TNT, cuando se refirió a que Emma Stone es la segunda actriz en ganar como mejor actriz en una comedia) o reducirla a un simple musical que añora los Golden years de Hollywood o como, también escuché por ahí, añoranza a la añeja cultura gringa. No lo considero así. Ojo ahí con los comentarios a la ligera: el que sea musical no le quita su peso como película.
Si no la has visto, pues es una buena alternativa para este fin de semana, puedes verla solo o sola, mejor aún con una buena compañía que te pase el pañuelo, porque si eres sensible a la belleza, vas a llorar seguramente. Disfrútenla.