Mi reciente lectura de la novela de Raúl Tola, La noche sin ventanas (Editorial Alfaguara. 2017), tuvo una feliz coincidencia con una semana de trabajo de coordinación que tuve con un grupo profesores de las áreas de literatura e historia que, de paso, son excelentes amigos. Con ellos fui compartiendo mis impresiones sobre la novela mientras avanzaba en la trama del libro.
Ahora bien, ¿cómo así se relaciona la lectura de una novela con una larga semana reuniones de trabajo con profesores de humanidades? Porque “La noche sin ventanas” resultó ser una excelente novela cuya trama se desenvuelve en un marco histórico reconstruido con gran minuciosidad.
En la novela se narra dos historias que avanzan alternadamente. Por un lado, las vicisitudes de una familia peruana, en Europa, durante la II Guerra Mundial, cuando la demencia del nazismo y el fascismo asolaban el continente. Mientras que la otra se enmarca varios años antes, en el Perú de comienzos del siglo pasado, en el momento en el que germinaban las líneas de pensamiento que buscaban darle un horizonte a nuestro país que entraba al nuevo siglo aún desconcertado por los efectos de la guerra del Pacifico, el caos político y la desorientación ideológica.
En la historia de la familia afincada en Europa, el personaje principal es la peruana Madeleine y es, a través de la ventana de sus ojos, desde donde se visualiza el avance y apogeo de los tenebrosos personajes que siniestraron el viejo continente durante la II Guerra Mundial. En la otra historia, el centro de la trama, gira en torno a uno de pensadores más representativos de la generación peruana del novecientos, Francisco García Calderón: su formación, su conflictos, su ideas. Y es alrededor de estos ejes que van apareciendo muchos otros nombres de personalidades que han dejado huella tanto en la vida peruana como en la historia mundial. Todos ellos son mostrados en la trama según las simpatías o antipatías de las principales voces narrativas; pero en casi todos los casos, las pinceladas que los retratan me han parecido bastante convincentes. Después de todo, uno de los retos de la narrativa literaria, es que el diseño de los personajes tenga concordancia con la propuesta de la novela y no, necesariamente, con la realidad. Poco a poco, conforme se avanza en la lectura, se van descubriendo los vasos comunicantes entre ambas historias.
En mis conversaciones de esa semana con mis amigos profesores – en la hora de los descansos y del almuerzo -, repentinamente dejamos las generalidades de una charla ligera y, motivados por mis comentarios sobre mi avance en la lectura de los capítulos de la novela, la charla comenzó a girar en torno al desarrollo de la trama que les iba contando. Cada cual, desde su particular especialidad, hacía interesantes acotaciones sobre los datos históricos y literarios mencionados en la obra. A veces buscando confrontar los datos de la novela con los hechos probados históricamente; en otros casos, simplemente enriqueciendo la conversación con más información complementaria. Fueron charlas muy estimulantes que procuraré repetir. Mi lectura del libro se enriqueció bastante y también me permite resaltar el trabajo de investigación histórica que tuvo que realizar el autor antes echar a andar la obra.
Ahora bien, por supuesto que la literatura es, esencialmente, ficción. No se le puede reclamar fidelidad histórica. La literatura toma elementos de la realidad y las reincorpora en un universo simbólico. Pero para que esto marche, más aún, para que una novela de corte histórico logre funcionar como tal y capture el interés del lector, hasta convencerlo de que está inmerso en los acontecimientos de una historia prácticamente real, los hechos de la novela y el marco referencial en el que se desenvuelve no deben tener resquebrajaduras. Y para conseguir esta verosimilitud, el novelista tiene que haber hecho un trabajo de investigación meticuloso y, solo entonces, podrá entremezclar los hechos reales con la imaginación hasta lograr el punto de cocción exacto de la ficción literaria. En lo personal, pienso que ese es uno de los varios méritos de esta obra.
Sin embargo, como se sabe, una buena novela no es solo rigurosidad en la investigación y plasmación de datos. La columna vertebral de un buen trabajo narrativo radica en la intensidad de la historia o de las historias que se relaten en ella. Sin este requisito, es decir, sin una trama que cautive, sin personajes con una clara identidad, sin un conflicto que permita llevar toda la historia al punto más alto de la tensión narrativa, una novela pierde su esencia.
Desde mi punto vista, en La noche sin ventanas, el autor ha logrado equilibrar, adecuadamente, un laborioso marco histórico con una trama sutilmente persuasiva. Digo esto, a pesar de que algunos de mis apreciados personajes de la historia peruana no quedan bien parados. Pero, como ya dije, en la literatura todo es factible en tanto contribuya a diseñar un sólido y convincente universo narrativo.
Si en Flores amarillas, Raúl Tola había dejado en evidencia una interesante madurez narrativa, con esta reciente novela se confirma como un gran escritor contemporáneo. La recomiendo.