Si Lisbeth Salander (la protagonista de la saga Millenium) hubiera conocido a los miembros del
tribunal penal colegiado de Ayacucho que pusieron en libertad al sujeto que, desnudo como sus intenciones, arrastró de los cabellos a Cindy Arlette Contreras en un hotel de Huamanga, probablemente los hubiera puesto primeritos en su lista de venganzas personales.Pero no, Los hombres que no amaban a las mujeres, la célebre novela de Steig Larson, no tiene un vergonzoso capítulo en el que unos jueces niegan con descaro una agresión que todo el mundo vio claramente en un video que ellos, sospechosamente, no han querido admitir como prueba.Ha sido justamente la decisión de estos jueces (María Pacheco Neyra, Nazario Turpo Coapaza y Edgar Sauñe de la Cruz) lo que ha desencadenado una reacción masiva de indignación y, de inmediato, la convocatoria de una marcha
contra la violencia contra la mujer para el próximo trece de agosto.Pero la violencia contra la mujer
reviste muchas formas, dese ese piropo callejero que nade ha pedido y que viola el derecho a la tranquilidad y el libre tránsito, hasta el feminicidio, pasando por el acoso sexual en el trabajo y las agresiones verbales dentro de las parejas.Sin embargo, la forma de violencia más vergonzosa está en nuestras propias cabezas, cuando, ante cualquier agresión a una mujer, preguntamos qué ropa usaba, si provocó o no al agresor o si se expuso.
Es hora ya de que dejemos de culpar a la víctima. Si tanto nos llenamos la boca con el anhelo de consolidarnos como un país civilizado pues empecemos de una vez erradicando – entre otros lastres –
ideas absurdas como esta. Seguro que va a ser difícil asumir que el camino a la libertad plena implica también la obligación de superar nuestras torpezas.
Lo subrayado es personal