RESEÑA DE LA AUTORA
Abogada egresada de la Universidad de Lima. Con Maestría en Derecho de Empresa de la Universidad Politécnica de Madrid. Idiomas: español, inglés y alemán. Vivió nueve años en Caracas, Venezuela y uno en San Antonio, Texas, Estados Unidos de Norte América. Desde el año 2010 reside en Lima, donde ejerce su profesión.
Ha participado en diferentes cursos de narrativa dictados por escritores peruanos como Alonso Cueto, Iván Thays y José de Piérola. Es colaboradora de la revista deportiva Running News. Algunos de sus cuentos han sido publicados en España, en los libros Relatos de Viaje Moleskin 2012 (Cuento Murano de Todos los Colores, Casi) y Relatos de Viaje Moleskin 2013 (Cuentos: ¡Y qué podía decir? y ¿Serían Llaves azules?). En internet mantiene desde el año 2008 el blog llamado Rodando entre Líneas, en el que publica algunos de sus relatos, cuentos y poemas.
CUENTO
NO VAYA A DESPERTAR A LOS CABALLOS
Creí que sería un martes cualquiera. Un día de primavera, de esos interminables, como lo son todos en la escuela.
—Seguro que hoy otra vez nos llevarán a jugar en el pozo de arena —supuse al levantarme esa mañana y verme de pronto en el salón de clase, entre treinta niñas que hacían alboroto y el tamborcito de la profesora que intentaba poner orden.
—¡Niñas! ¡Kindern! —nos llamó la maestra con esa voz tan delgada como su propio ser. Llevaba puestas sus toscas y ruidosas sandalias, el vestido gris de cada día y la sonrisa matinal que casi nunca usaba, coronada por un moño de algún tipo de pajarraco peludo que hasta ese momento yo no lograba identificar.
—¡Niñas a formar dos filas! —nos insistió con el ruido estridente del silbato negro que, como amuleto, llevaba siempre amarrado al cuello. —¡Pobres sus hijos! —me compadecí, mientras imaginaba la vida en su casa y corría a tomar mi lugar, el número trece, de acuerdo a la profesora, al fastidioso golpeteo de su tamborcito y a ese sonido penetrante que nos robaba libertad.
—Vamos a salir del colegio. ¡Caminaremos! Veremos algo especial —nos anunció.
—¡Sí, Frau! —le contestamos a coro. Debíamos llamarla Frau, como nos advirtió desde el primer día de clase.
—Así se dice “señora” en alemán —nos había explicado.
Aunque estábamos inquietas, nos agradaba la idea de por fin poder hacer algo diferente. No sería un martes de arena. Entre risas escondidas y pasos apretados empezamos el recorrido bajo el sol. Cada niña debía tomar de la mano a otra. El olor a campo me hacía recordar los desayunos en casa de mi abuelo. No sé porqué. Quizás tenía hambre.
—¡Cantemos! —nos ordenó la Frau sin darnos a conocer aún nuestro destino. Con la esperanza de que Erika, la niña que sujetaba mi mano para que no me escape, haya estado más atenta que yo al iniciar esa mañana, le pregunté a dónde íbamos. —No sé —me susurró. —¡Silencio! —nos interrumpió la profesora utilizando solo su típico ceño fruncido y haciendo una indicación con el dedo índice sobre sus labios serios y casi imperceptibles.
Después de cinco o seis canciones, de esas que repiten y repiten las mismas palabras, nos detuvimos frente a un cerco. Era bastante alto, lo que hacía imposible ver detrás de él. Al ritmo de las notas musicales y del tamborcito de la Frau, avanzamos curiosas hacia un viejo portón de madera, para poder ingresar así al lugar que tanto nos había intrigado. En un instante nos encontramos frente a gigantescos árboles y entre ellos vimos inmensos caballos engullendo las hierbas que crecían verdes por todas partes. Mientras ignoraban nuestra presencia, movían sus hocicos dibujando con ellos un cuadro perfecto que, maravilladas y en silencio absoluto, no podíamos dejar de contemplar. Los caballos andaban orgullosos. Sus músculos les delineaban los cuerpos.
Finalmente un pequeño potrillo negro y travieso, se animó a echarnos un vistazo. —Esto es extraño —creería el animal, al toparse en su camino con tantas caritas embobadas, una al lado de la otra, todas vestidas de azul y tomadas de las manos.
En ese mágico momento ella, la Frau, empezó a hablar.
La miré asustada al oírla decir que pongamos mucha atención a todo, ya que al día siguiente deberíamos dibujar lo que habíamos visto. ¡Caímos en su trampa! Jamás volví a extrañar como aquel día, los rutinarios martes del colador de arena.
Nos alejamos de los caballos. Preocupada, traté de descubrir detalles a mi alrededor que me pudieran servir para poder cumplir con esa tarea tan injusta. Cruzamos el cerco y avanzamos por un estrecho camino de piedras mientras
volvíamos a entonar algunas canciones que ya no quería escuchar. El día siguiente. Para mí sólo existía el día siguiente.
Mis padres deben recordar sin agrado, y no los culpo, la tragedia de esa tarde en casa. Entre sollozos y desgarradores llantos, traté de explicarles mi angustia por no saber dibujar caballos perfectos. Por no saber dibujar caballos. Por no saber dibujar. En revistas, libros y folletos, buscamos figuras para practicar mis trazos.
Fuimos a un quiosco cercano. Ante mi insistencia, llegamos también a otros más alejados, con la esperanza de conseguir algo que me ayude. Además de chocolates y una deliciosa paleta de caramelo de siete sabores, nada me servía.
Esa noche no dormí bien. Me dediqué a pensar, a dar vueltas en la cama y picotear los chocolates que con especial cuidado había escondido bajo mi almohada. Supuse que me podrían inspirar. Pocos días después, mi madre y yo fuimos citadas por la Frau.
—¡Esto es lo que ha pintado su hija in der Klasse! —vociferó en su áspero español revuelto con alemán mientras señalaba mi obra de arte—. ¡Una línea horizontal, un poco de hierba y el sol! ¡Nada más! ¡Cuando le pregunté a su niña por los caballos, ella me explicó que estaban detrás del cerco y que por eso no podían verse! ¡Esto es inaceptable! ¡Nein! ¡Nein! ¡Nein!
Y yo allí, tan chiquita, me quedé muda frente al ceño fruncido y el moño de pajarraco peludo que empezó a alborotarse como el de una cacatúa desquiciada. —¡Por fin pude descifrar el animal! —caí en cuenta inoportunamente.
—¡Nein! ¡Nein! ¡Nein! —volvió a repetir la profesora mientras la rabia que invadía sus venas la hacía cambiar de colores. En medio de esa confusión, noté que mi madre tampoco me quería dejar escapar al sentir que me sujetaba con una fuerza inusual en ella y cuando estaba a punto de echarme a llorar de espanto, la vi levantar la mano, acercar lentamente el dedo índice hasta casi tocar sus labios, para inclinar luego el rostro hacia mi obra de arte y con la dulzura y elegancia que siempre tuvo, le murmuró a esa mujer tan severa:
—Cuidado —le dijo—. No levante mucho la voz. No vaya a despertar a los caballos.