Nacido en Huancayo, Perú. Hizo la carrera de comunicaciones en la Universidad San Luis Gonzaga de Ica y optó por la especialidad de opinión. En Lima, trabajó en el diario «El Peruano» y, en Huancayo, fundó el diario «Primicia». Fue fundador, junto con el crítico Manuel J. Baquerizo, de la revista literaria «Ciudad Letrada». Actualmente tiene una columna en el diario «Correo». Desempeña una cátedra en la facultad de Comunicación Social de la Universidad Nacional del Centro.
En 1986, ganó el premio nacional de novela «Alfonso Bouroncle», de Arequipa, con su obra «Caminos de sangre», y al año siguiente un meritísimo lugar en el concurso internacional «Manuel Scorza», con la misma, pero desistió de publicar la novela por considerarla inmadura estilísticamente.
En 1992, su cuento «El hombre que habló con la muerte» obtuvo un importante galardón en el concurso «El cuento de las 1000 palabras», de la revista Caretas; en 1995, su relato «Réquiem por una pianista polaca» fue seleccionado entre los mejores en el concurso Juan Rulfo, en París, Francia; y en el 2000 fue finalista en el Premio Copé con «Kassandra». En 2002, ganó el premio Nacional de Novela Corta del Banco Central de Reserva, el más importante y mejor dotado del país, con su novela «El llanto en las tinieblas», que se convertiría en un éxito tanto entre los lectores y los críticos. Ha sido traducida al inglés.
En 2008 publicó su volumen de cuentos «Crónica de amores furtivos», actualmente en su tercera edición, y en 2009 el exitoso libro de crónicas «Sabatorio: reflexiones de un buen salvaje».
En 2008 y 2010 ganó sendos premios de crónica periodística a nivel latinoamericano por la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano, en Colombia.
Para 2011 se publicará su novela “La fauna de la noche” y un relato de horror en una masiva colección de libros. Tiene lista otra novela titulada “Mañana seremos felices” y está escribiendo dos novelas cortas.
EL CAPÍTULO DE LOS OBSESOS
CAPÍTULO LIII
Donde se cuenta la pendencia que don Quijote tuvo con un dragón quien era capaz de matar un batallón de soldados con sus regüeldos y del gusto que pasó su fiel escudero Sancho Panza comiendo bollos en fritura.
(Interrumpo mi lectura para aclarar que esta mañana, antes de abordar el tren en el que llevo más de una hora viajando, encontré estos folios en el buzón de mi correo, en veinte pliegos vitelados, sin un vestigio que revelara su procedencia. De primer impacto, me pareció una mala broma de mis indisciplinados alumnos, a quienes enseño neografía en una cátedra que todos califican de aburridísima. Pero basta comprobar la calidad de los folios y las peculiaridades de la escritura para no cerrar la posibilidad de que se trate de un documento histórico. Además, los rasgos de la letra, delineada a mano probablemente con negro de humo y cálamo de pluma, como era corriente a principios del siglo XVII en España, revelan un perfecto enlace con la grafía de la época cervantina. Este capítulo, de no ser uno de los tantos apócrifos que ruedan por el mundo, podría pertenecer a la cuarta parte del libro primero del Quijote de la Mancha, obra cumbre del alcalaíno Miguel de Cervantes Saavedra, dedicado al duque de Béjar, y publicado en 1605. Continúo con mi lectura).
Después del incidente del cabrero cuyas narices quedaron magulladas y de la pelotera contra los disciplinantes que iban en rogativa de lluvia, el audaz caballero don Quijote y su escudero Sancho Panza enrumbaron por otro camino en busca de nuevas aventuras. Era el caso que la comarca ardía en calor, y los canalones estaban secos y la tierra cuarteada, de manera que la gente no salía de sus aldeas, y no había marchantes, ni abaceros (es decir, comerciantes), ni mucho menos aguadores por los caminos. Don Quijote, subido a su extenuado caballo, y metido en sus latas de paladín, soportaba el infierno, pero el pobre de Sancho Panza no corría la misma suerte, porque su asno boqueaba de calor y apenas arrastraba las patas. Estando en esto, comenzó a dar voces don Quijote, diciendo:
—Mirad, mi generoso escudero, una vez más nuestros hados se muestran complacientes, porque allá al fondo nos descubren un dragón del tamaño de un otero, a quien pienso acometer en este instante con mi lanza y mi adarga, para dedicarle una victoria más a mi señora Dulcinea del Toboso, que mujer con más linaje y fermosura no existe en el mundo.
Pero Sancho Panza, cansado de arrastrarse al lado de su borrico para darle los alcances, sólo veía un grande montículo de tierra.
—Sólo veo un altozano —respondió— y una bocamina abandonada.
—Es claro que no has trajinado en lances de andantes caballeros —le dijo don Quijote—, pues allá veo claramente un gigantesco dragón de piel escamada y alas desplumadas, que yace durmiendo con toda pacedumbre. Tiene la cola del tamaño del tronco de una encina y las orejas como las fienestras (es decir, ventanas) de un alcázar.
—¡Válame Dios! —dijo Sancho Panza secándose el sudor con el sombrero—. Nuevamente con lo mismo. Si allá no hay ningún dragón, sino apenas una mina abandonada, con su entrada al venero, y eso que llama fienestras son sólo sopladeros por donde los excavadores extraían el mineral. Y no vaya a ser que otra vez la burra al trigo e insista su merced en combatir con un altozano como ocurrió con los molinos en una de nuestras primeras salidas.
(Es claro que Sancho Panza hace referencia al episodio de los molinos de viento, convertido en el más emblemático de la saga. Debemos detenernos otro momento para examinar el tipo de letra de los manuscritos. Por la estrechez de los caracteres, las ligaduras de la parte superior y la rapidez de su trazo, podría decirse que se trata de una letra procesal de modelos cortesanos. Pero si reparamos en las inclinaciones de los ejes hacia la siniestra y en los ojales plenos de tinta, también podríamos decir que se trata de una escritura bulática con rasgos carolinos. Me inclino por la segunda posibilidad. Recordemos que a partir de 1440, los escritores de manuscritos usaron un “littera formata” denominada “bastarda”, que a partir del siglo XVI derivó en la bulática, llamada así porque era la única utilizada para redactar las bulas papales. Considerando que esta escritura empezó a degenerarse hacia 1690, y que Cervantes fue calígrafo público antes de ser recaudador en Granada, aventuramos que esa fue la que empleó para sus escritos.)
Pero don Quijote tan recio estaba en que se trataba de un lagarto fabuloso, que no medraba ante las advertencias de Sancho Panza, diciéndole:
—A ti también te han tocado los encantamientos de mis fementidos enemigos, Sancho, para que veas las cosas a su antojo.
Y así se preparaba para el combate, enderezándose el peto de la coraza, arreglándose el yelmo, enristrando su lanza, y dando alaridos que espantaban a los pajarracos:
—Non refuyáis a mi aguijada (lo que quiere decir, más o menos, “no rehuyáis a mi lanza”) criatura de baja ralea, y recibid el escarmiento de un gentilhombre.
Y sin pérdida espoleó a Rocinante y se lanzó a galope contra el montículo de tierra para asaetearlo. (Aclaremos que el viejo hidalgo, a estas alturas, ha perdido las espuelas en dos oportunidades, mientras que las botas –llamadas grebas en el libro– le fueron robadas por los seguidores de Ginés de Pasamonte tras haberlos ayudado a liberarse de las guardas del monarca. Por el lado del texto, es conveniente observar que las enmendaduras e improntas del manuscrito pueden tomarse como las evidencias de un valiosísimo primer borrador. En aquella época, como sabemos, los manuscritos debían obtener primero la licencia monárquica para pasar luego a los amanuenses, después a los correctores, y, finalmente, al impresor licenciado. Como este capítulo se quedó en el borrador, colegimos que se trata de un original de Cervantes con su propia caligrafía. El monótono traqueteo del tren empieza a arrullarme). Una vez hecho esto, el montículo se remeció, y las maderas podridas de la entrada se derrumbaron, dejando abierta la galería de vetas. Y viendo esto don Quijote dijo:
—¡Por las barbas de Pedro el Botero! He malferido a tan luenga bestia y la he dejado con la fauce abierta.
Y cuando Sancho Panza estuvo a su lado, don Quijote volvió a vanagloriarse porque creía que en verdad su ofensa había lastimado de muerte al dragón y que por esa obra su gloria sería perpetua. Su escudero le dijo con voz haragana:
—Si eso le pone contento, así sea, mi señor, pero es momento de seguir nuestro camino que el calor redobla en estas provincias.
—Nada de eso, Sancho hermano —respondió don Quijote—. ¿Acaso tienes miedo de que la bestia se encumbre? He dicho que está agonizando y lo reafirmo. Y estando así se presenta una nueva oportunidad de aventura que solo un caballero como yo puede correr: entrar en los adentros del lagarto y quitarle el corazón para ofrecérselo a mi fermosísima señora Dulcinea, como lo hizo Perseo, el semidiós, con la no tan bella Andrómeda.
Sancho Panza se estremeció:
—Vea don Quijote —dijo con la febledad (es decir, con la debilidad extrema. El cansancio se apodera de mis párpados y es necesario que me los refriegue para aliviar el ardor. Debe ser el humo y la carbonilla del tren. Pero tan insignificante molestia, lo mismo que el viajar de espaldas a la marcha, algo que siempre aborrecí, no ha de detenerme en la lectura de este inquietante capítulo, negado al mundo por motivos que no alcanzo a entender) que la peripecia le causaba—, no es momento para nuevos lances. Bien puede vuestra merced, señor, hacer que sigamos nuestro camino para llegar al pueblo antes de la hora del almuerzo. Escuche cómo rechinan mis tripas recordando los frisuelos de alubias que comimos ayer anoche.
Respondió nuestro don Quijote:
—Déjame decirte, Sancho, que eres un majagranzas y un golimbrón que sólo piensa en comer, y perdóname, y basta, pero yo no desistiré de esta aventura.
(Con esto, el autor más o menos quiso decir: “Déjame decirte, Sancho, que eres un tonto y un glotón”. Respecto del tipo de letra, han surgido nuevas evidencias –como la disposición a la redondez de las formas, la disminución en la longitud de alzadas y caídas, y la tendencia a trazar bucles en las letras abiertas– que delatan una variante castellana de la bulática latina. Es una bella letra, además, dinámica y elegante. Continuemos).
Y así, apretadas las piernas contra el caballo, se lanzó a la entrada de la mina. Rocinante, tan hambriento y sudoroso como estaba, tuvo pavor de la oscuridad, y se negó a entrar. Don Quijote le instigó más todavía, pero el noble animal siguió negándose, y se negó tanto que el hidalgo tuvo que apearse y darle un ladazo en los belfos:
—No necesito de cobardes escuderos ni de irracionales cuadrúpedos para enfrentarme al enemigo —dijo dando respingos—. Con mis destrezas de fijodalgo tengo suficiente y más.
Y diciendo y haciendo esto, y armado solo con su adarga, se adentró en la galería de la mina entendiendo que se adentraba en el hocico del dragón. Como quiera que ello sea, mientras avanzaba trataba de divisar en la tenebrosidad y a cada paso creía reconocer los dientes del dragón, la lengua del dragón, la garganta del dragón, y como cada vez la oscuridad acrecía, se refrenaba y palpaba las paredes que estaban húmedas y que él pensaba eran las babas del monstruo animal. Maldiciendo no tener un hachón para alumbrarse, siguió en adelante. Pese a la oscuridad y las escarpaduras, y pese a los gritos de Sancho Panza, que seguía haciéndole advertencias desde la intemperie, don Quijote no desistía. Animábale la recordación de los bravos caballeros que para casarse con sus princesas presentaban al rey, su señor, el corazón de los dragones vencidos. Iba pensando en estas victorias, tan embebecido y trasladado en ellas, que ni otras glorias algunas asomaban a su memoria. Mas la adentrura de la mina pronto empezó a expeler feamientos (es decir, fealdades) convertidos en aires, y don Quijote dijo en altas voces para que escuchara su escudero:
—He confundido el camino, Sancho, porque en lugar de encontrar el corazón del coloso he encontrado los intestinos. Y vaya que este grosero animal debe estar emparentado contigo, o tú debes suceder de él, porque embucha lo mismo que tú, y es seguro que los rozos de garbanzuelo y el sanco de mitadenco y el pernil de cerdo son manjares para sus tragaderas, pero no así para sus botaderas, y al igual que tú sufre de vientos traseros tan devastadores como las montoneras de Ginesillo de Parapilla.
(Es claro anotar que Parapilla es un personaje ubicuo en la obra de Cervantes, aunque a lo largo del libro aparezca con diferentes nombres: Ginesillo de Parapilla y Ginés de Pasamonte, en la Primera Parte; y maese Pedro, el titiritero, en la Segunda. Por un momento se me ocurrió que este capítulo perteneciera no al Quijote de Cervantes, sino al Quijote apócrifo de Alonso Fernández de Avellaneda, publicado en 1614 en claro enfrentamiento con el autor original. Existe, no obstante, una razón poderosa para dejar por sentada, al menos hipotéticamente, la autoría cervantina: el estudioso Martín de Riquer abrió una pista a partir de varios indicios –modos de escritura, desbarros, torpezas de estilo– que denunciarían a Jerónimo de Pasamonte como el verdadero autor del libro apócrifo del Quijote. Y, si tomamos en cuenta que los tres personajes arriba anotados están inspirados precisamente en Jerónimo de Pasamonte, a quien Cervantes escarneció en extremo, deducimos que se trata de la obra de Cervantes y no de Avellaneda).
Y don Quijote lo decía sin darse cuenta que no eran las ventosidades del dragón, sino los vapores de los azófares, y aún así siguió en adelante, pero los vahos se hicieron tan insufribles, que el temerario andante tuvo que recular y salir a priesa dando alaridos:
—No más, fijo de las grandiosas putas, reputas, no más me quedo en tus internos —y diciendo esto iba escapando con el gaznate convertido en una febra—. Por ahora has ganado, pero volveré a facerte batalla, y a completarte, y a arrancarte las entretelas (es decir, entrañas) como lo hicieron los andantes de otros rumbos.
Cuando salió a la luz del sol, que seguía fiero, don Quijote se lanzó por el polvo, metido el cuello entrambas manos, y rodando por el suelo se puso a boquear con arrebato.
Momentos antes, mientras andaba perdido en la galería de los minerales, varios viandantes se habían acercado a Sancho Panza, atraídos por las voces de advertencia que le daba a su retobado señor, y entre estos algunos había un mayoral, un pastor, un joven de apuesto que había perdido un ojo en una guerra, y una vivandera que ofrecía magdalenas mantecosas. (Esta estructura narrativa es particularmente cervantina: finalizado el episodio principal, el narrador incorpora nuevos personajes para prolongar el capítulo con la historia personal de cada uno de ellos. Hablamos del famoso capítulo retornante, tan de moda en el “novecento” italiano, que vinieron a utilizar más adelante los escritores españoles del Renacimiento y del Barroco. El ardor de mis ojos ha progresado: por momentos veo brincar las letras sobre el papel, como saltamontes, y, en el esfuerzo de atraparlas, mis córneas se colman de lágrimas. Sin embargo, no debo parar, tengo la imperiosa necesidad de seguir adelante). Al ver a don Quijote por los suelos, dando toses y gargajos, la vivandera le entregó la cesta al escudero y fue en socorro del ferido, y ya a su lado le daba aires con el borde de su delantal. Los hombres, en cambio, sólo miraban. Por eso la mujer, alzando los ojos, les dijo:
—Capones espantadizos, por lo menos traigan agua para este pobre hombre, mejor si es vino. ¿No lo ven tan descarnado y enteco? Seguro son las toses sanguinolentas de los héticos (es decir, tuberculosos. Mi tren se detiene constantemente ante pueblos coloridos, rumbo a la sierra, y el vapor de los pistones se mete por las ventanas entreabiertas cada vez que reemprende la marcha con rudos tirones entre los coches).
Los hombres, avivados por las exclamaciones de la mujer, corrieron en busca de agua, que por esos lados no había mucha, y en tanto Sancho Panza se sentó con la cesta a la sombra de un carrasco que por ahí estaba. La mujer no se cansaba de echarle aires a don Quijote, y no se daba cuenta que el glotón del escudero iba dando término con todas las magdalenas, y que hablaba con la boca llena alabando la delicia de la fritura y del condimento, y que hasta le daba una al jumento que lo miraba con hambre. Al poco regresaron los hombres con una castaña de agua. Con ella la mujer lavó a don Quijote y le dio de beber, diciendo:
—Beba, buen hombre, que por lo menos agua tenemos para ofrecerle en esta aldea.
—Ni soy buen hombre, ni recibo el agua de mis enemigos —contestó don Quijote medio ahogado—. Soy fidalgo caballero y no he de beber las pócimas de mis rivales.
La mujer de las magdalenas se puso de pie, contrariada, y preguntó golpeándose las polleras:
—¿Es así como agradece la paciencia que hemos tenido con usted?
—Sí, y más —replicó don Quijote—. Porque no crean que disfrazándose de gentes de pueblo engañan a este caballero: en demasía sé que ustedes son los heraldos de los hechiceros que convierten en inanimados a gigantes y dragones para hacerme pasar por chiflado.
Como la mujer no sabía de lo que don Quijote hablaba, se apartó de él, mientras los otros hombres se acomedían a levantarlo, falándolo de ambos brazos. Una vez que todos estuvieron de pie, el caballero les preguntó a los tres gañanes:
—¿Y quiénes sois vosotros?
—Campesinos de estos andurriales —respondió el mayoral.
—Embustes —dijo don Quijote—. Sois nuncios del mal, de mis bergantes enemigos, de aquellos a quienes mi amada Dulcinea también ha robado el corazón, y escuchad lo que proponedles quiero.
Y así les propuso a cada uno contar su historia para demostrar que eran hombres pacíficos y no enviados de los taumaturgos, a lo que los hombres aceptaron. El primero en hablar fue, claro, el mayoral, que era alto y afilado, tanto como el mismo hidalgo, pero sin las barbas de éste:
—Me llamo Riobaldo y, como vuesa merced puede ver, soy carretero —inició—. No soy de este lugar, pues he nacido en Fregenal de la Sierra, y de pequeño vine desde la frontera como pasante de hilandería. Mi desventura empieza a la edad de los soldados (diecisiete años, aproximadamente, que era cuando los súbditos debían presentarse a las milicias. Si de soldados hablamos, es necesario recordar que Jerónimo de Pasamonte y Cervantes, formando tercios diferentes, coincidieron en varias batallas en el Mediterráneo, y de entonces databa su enemistad. He tenido que cerrar los ojos durante un buen rato, porque el ardor es insoportable, y ahora que he vuelto a la lectura, la visión empieza a nublárseme), a la muerte de mis patrones, que entregaron sus almas a consecuencia de una peste lanar, dejándome en el desamparo. Había hambre, elegante caballero, y un mozo de esa edad no tiene las seseras para enfrentarse a la vida. La necesidad hizo que me convirtiera en un pícaro ladronzuelo, y anduve de aquí para allá, hasta que me ocurrió algo grandioso, pues, acostumbrado como estaba a las tascas y a las perendecas, una buena noche entablé juego con un bravucón de Villaviciosa y quiso él que contrapunteáramos con el laúd, y yo que soy buen festero, y además coplero y decimista, acepté la apuesta con agrado y, como el contrincante era un carretero, le propuse que el premio fuera su carreta del negocio, y así empezó la velada, y nos pasamos, créalo usted, dos días con sus buenas noches coplando sin cansancio. Yo cantaba algo y algo me respondía el zamarro, que también era rapsoda y vividor, y cantamos tanto que se nos fue la voz. Ya cuando todos daban el evento por paridad, el zalamero me cantó de la siguiente manera: “En la piedra de la loma / estaba aplastada una iguana, / flaca, arrugada y buchona, / igualita a tu hermana”. Y entonces yo, que tengo las respuestas a yema de babas, siempre al compás del laúd, le contesté lo siguiente: “No hables tanto si quieres la verdad, / pues tan solo vives de un pobre jornal, / eres campesino y no hagas el mal, que la iguana es tu madre en realidad”. Fue así, amable señor, como me hice de la carreta, y desde entonces vivo conduciendo cargas por estas rondas.
—¡Ah! Curiosa historia, señor mayoral —dijo don Quijote atusándose los bigotes—. ¿Y ya perdió la costumbre de las coplas?
—Pues, no —respondió en mayoral—. De cuando en cuando lo hago en un figón.
(Figón significa taberna de baja monta. Hago otro paréntesis para repensar algo: en alguna parte leí que Cervantes, furioso contra Avellaneda luego de conocer su malintencionada empresa, decidió variar el plan de la novela, enviando a don Quijote a Barcelona y haciéndolo conocedor del libro maldito, al cual debía ridiculizar. Escribió además varios capítulos sueltos correspondientes a la primera parte del Quijote, rehaciendo algunos pasajes y aumentando otros para que el libro apócrifo entrara en contradicciones. Creo recordar también que destinó algunos episodios –conocidos como los “capítulos malditos” y escritos con una tinta que los diferenciaba– a la venganza de sus enemigos).
Pasó adelante don Quijote y preguntó al segundo hombre por su historia:
—Soy —le respondió éste con una arrogancia que no cabía en sus pellejos— aquel que apacienta y bastonea un rebaño de trescientas testuces. Me llaman Fredegundo y tengo también una historia que contar, pues según entiendo, soy en verdad el hijo perdido del monarca, al cual la impostora reina mandó matar entregando numerarios a un pastor que pasaba por el castillo. Mire, hombre, el pastor me llevó consigo cuando yo apenas berreaba, y en el bosque sacó su tajadera para abrirme el bandullo (es decir, el vientre), pero tuvo compasión de estos ojitos verde oliva, como los del monarca, nuestro señor, y también de esta piel sonrosada, mire, y seguro también de este cabello rubio y ensortijado, muestra clara de la alcurnia de mi cuna, y engañó a la malvada reina con las andorgas (es decir, los intestinos) de un cervatillo. Así me convertí en uno más de los hijos del pastor, y cuando todos marcharon, yo me quedé con él y con mi madre adoptiva para cuidarlos, que es lo que hago ahora, y sólo espero que les llegue la postrimería para vender el rebaño y marchar a recuperar mi reino.
Don Quijote se puso de buen talante al oír la historia del pastor:
—Marche —dijo—. Es en verdad interesante su historia y si no tuviera yo otros quehaceres en estas tierras, incluso me atrevería a ofrecerle mi ayuda de caballero para desfacer este entuerto y recuperar su trono.
—No me hace falta socorro de nadie —rebatió el pastor, sonriendo burlonamente, puesto que todo lo que había dicho era una grande mentira para burlarse de don Quijote—. Yo puedo hacerlo solo.
Volviose don Quijote al tercer hombre, el mozo, de edad de veinte años, el cual había perdido un ojo, y curioseó:
—¿Y tú, mancebo de mal mirar, qué historia nos has reservado?
—Soy soldado, señor patrono —contestó el joven— y he vivido un drama que no se cansa de continuar.
—¿Un drama? —preguntó don Quijote.
—Un drama, sí, y es que desde imberbe este mozalbete que responde al nombre de Alicinio ha servido al ejército del rey, y ha sido tropero, y ha sido legionario, y ha sido arcabucero, y ha sido áscar, y en una batalla contra los berberiscos ha tenido la mala fortuna de perder su ojo derecho, y después de ello todos se olvidaron de él, y de sus otros compañeros que ya no servían para seguir debatiendo. (El verbo “debatir”, en ese entonces, no tenía la acepción de hoy; significaba pelear con armas de por medio. He pensado mucho en Jerónimo de Pasamonte y, mientras vuelvo a cerrar los ojos para aplacar el dolor, recuerdo su procedencia aragonesa y su oficio de escritor, pues antes había compuesto su biografía, de cuyos episodios militares se sirvió Cervantes para ilustrar pasajes de El Quijote. Ciertas expresiones y giros de esta biografía pasamontina, precisamente, sirvieron a los investigadores para relacionar a Alonso Fernández de Avellaneda con Jerónimo de Pasamonte. Algunos incluso vieron en el Quijote apócrifo una intervención directa del Santo Oficio, que buscaba sustituir el Quijote liberal de Cervantes por un Quijote más apegado a los preceptos ortodoxos de la iglesia. Esta última, sin embargo, me parece una hipótesis poco fiable. Creo más bien que Pasamonte, viéndose reconocido en la primera parte del Quijote, donde es descrito con crueldad, y notando que Cervantes utilizó pasajes de su biografía sin su consentimiento, decidió darle réplica escribiendo una segunda parte del libro bajo un nombre falso, soflamando así los odios del Manco de Lepanto). Así es la monarquía, mi distinguido señor, usa a sus súbditos para las guerras y los alimenta y paga solo cuando pueden debatir, pero cuando a causa de defender el blasón uno pierde un ojo, o pierde una pierna, o pierde un brazo, es echado de las tropas como un perro corrompido. (Este acápite nos confirma que el manuscrito aún no ha pasado por la corte real, pues, de haberlo hecho, de todas formas hubiera sido purgado por la acerba crítica política que entraña. Hace un momento he detenido nuevamente la lectura para acudir al lavabo del tren, y frente al espejo resquebrajado, he descubierto algo atroz: mis ojos han empezado a sangrar). Y eso ocurrió conmigo, valiente señor, y de tanto andar con las tripas vacías y con las vendas ensangrentadas en la cabeza, di en el pueblo vecino con esta señora, con quien me empleé para ayudarle a preparar las magdalenas y salir a venderlas con ella.
Así terminó el mozo su historia. Don Quijote le dijo:
—Entiendo que el señorío a veces es injusto, joven quinto, y heme aquí sometiendo gigantes, y follones, y truhanes, y dragones con espantoso aliento, porque precisamente derrotar la injusticia quiero. Pero, habiendo escuchado su lamento, no creo que sea del todo dramático, puesto que esta mujer que aquí veo le ha dado empleo y de seguro casa y pitanza.
—Es cierto, señor caballero, pero el drama peor que el vivido en las guerras lo he encontrado aquí, con esta señora, pues nunca nadie me había agarrado a porrazos con tanta fiereza, y hasta pareciera que Agotónica, que es como se llama la condenada, pertenece a las falanges enemigas a quienes he vencido en innumerables batallas. Es lo triste, amable señor, porque por el hambre y la necesidad debo seguir al lado de esta mujer malvada que me muele a golpes a diario, y me llama a su lecho cuantas veces quiere, y si no la complazco como espera, pues de nuevo las trujes al trigo, y la lluvia de golpes sobre estos pobres huesos. Dígame si no es un drama. Ahora, si usted tuviera un centavo para poder irme a otro pueblo, quizás termine mi mala racha.
Sintiendo compasión por los lloros del joven soldado, don Quijote sacó un real de a cinco de su faltriquera y se lo alcanzó como propina para calmar sus ánimos. El mozalbete recibió la perra (argot de la época que aludía a la moneda suelta. Sé que Jerónimo de Pasamonte pasó los últimos años de su vida con una descomunal manía persecutoria, creyéndose constantemente amenazado por seres infernales que trataban de envenenarlo, y culpando a Cervantes de sus males. Sé también que, a causa de una ceguera prematura, obtuvo una residencia en Nápoles, lo que le supuso una retribución económica y le dispensó para siempre de la milicia activa) y la guardó en el seno para que su patrona no se la viera. Y en eso hubo voces del otro lado, donde Sancho Panza y el jumento posaban debajo del carrasco, y cuando todos se volvieron, encontraron a Agotónica dando gritos y levantando los brazos como si demandara una borrasca. Todos fueron hacia ella, y cuando estuvieron cerca, escucharon que la mujer le decía al escudero:
—Miserable, rapaz, robador —y se levantaba las mangas de la sayuela—. ¡Si te has zampado todos los bollos! ¡Y encima de compartirlos con tu sucio borrico te niegas a pagármelos!
Sancho Panza se defendía diciendo que, al momento de recibir la cesta con los panes fritos, había dado por sentado que ella se los obsequiaba viéndolo tan hambriento. Le decía, además, que no tenía dinero para pagarlas. Sus palabras hacían que Agotónica montara más en cólera y que aprestara sus rudas manos para el ataque:
—¡Habráse visto, comer sin pagar, y tirarse a dormir la siesta con el mayor desparpajo! —clamaba—. Pero esto no se queda así, claro que no, ahora me cobro las magdalenas a golpe de porro.
Y diciendo esto, Agotónica, grande como una bestia, se lanzó sobre el escudero y lo acabó a batacazos. Y el pobre escudero gritaba de dolor y se cubría con los brazos de la lluvia de coces, y de los salivazos de Agotónica, y cuando don Quijote juzgó suficiente castigo, intervino para aplacar los sobreánimos de la mujer, diciendo:
—Tenga usted la afabilidad, señora y dama, de dejar de golpear a mi escudero, que me lo va a dejar todo quebrado y sin aliento para guardarme los espinazos.
Al escuchar esto, Agotónica volviose hacia el gentil don Quijote, que allí parado mostraba su larga figura, y sin mediar palabras recogió la cesta del suelo y con ella se le fue encima:
—Si es usted el culpable de esto, famélico miserando, así que tome, y tome, y tome.
Después de la somantina (es decir, paliza. Mis ojos aparecen cada vez más heridos, pero no he de desfallecer; continuaré hasta el final) durante la cual los tres hombres reían a más no poder, y no sólo por los golpes, sino también por haberse burlado malamente de don Quijote, caballero y escudero quedaron malparados y avergonzados. Cuando Agotónica se fue, seguida por los tres hombres, que en realidad eran sus vecinos, el adolorido don Quijote le dijo a Sancho Panza mientras se quitaba las pajas que habían quedado sobre sus hombros:
—Espero que con estos golpes escarmientes, amigo Sancho, y abandones para siempre el pecado de la gula, que en un cristiano como tú es imperdonable.
—El que debe escarmentar con esto es vuestra merced —le contestó Sancho—. Espero que no más batallas con molinos de viento, ni más intentos de liberación a los galeotes, ni más ataques a los procesionantes, ni más escaramuzas con falsos dragones.
—Realmente eres cobarde, Sancho —dijo don Quijote—, pero te reconozco como mi amigo, y porque no digas que soy cabezudo y que tengo contumacia, haré oídos de lo que propones, y me apartaré de las contingencias y de las refriegas. Creo que mis aventuras en los prados han tocado a su fin.
Sancho se entusiasmó con las palabras de don Quijote, pero no dijo nada, dejando que el caballero continuara:
—Pues, sí, compañero Sancho, he de relegarme de las aventuras que tanto recelas, pero déjame decirte que no por miedo, como tú, sino por precaución, pues deseo apartar a Rocinante y a ti de los peligros que me acechan, y si otra cosa pensaras, o si otra cosa dijeras, te equivocarías de cabo a rabo.
Oyendo lo cual, Sancho Panza sonrió, y por fin habló:
—Entonces no más aventuras, valiente señor.
—No más aventuras en las veredas, escudero —respondió don Quijote—. Tengo otros planes para seguir corriendo lances.
—¿Y qué planes son esos?
Don Quijote fue hacia Rocinante, trepó en él, destacando su fina silueta contra el reverbero del horizonte, y explicó:
—Me enclaustraré en una abadía, y pediré pliegos y pluma de fusca, y escribiré una interminable historia fingida, un romance de muchos episodios.
—Un romance —dijo Sancho, montando también en su jumento, interesado en lo que acababa de revelar don Quijote—. Quisiera ya saber leer para disfrutarlo, señor mío, quisiera ya. ¿Y de qué tratará su historia?
Don Quijote estimuló al caballo para que diese la vuelta:
—Muy simple —respondió—. Será la historia de un soldado, un pobre loco de nombre Cervantes Saavedra, preso del bey Azán Bajá, peleador de Lepanto, que cree escribir las aventuras de un gentil caballero de la Mancha.
(He quedado convencido: ahora que ya nada puedo ver y que, atónita, la gente del tren me rodea para cerciorarse de que mis ojos sangran sin cesar, entiendo que he estado contemplando todo este tiempo el manuscrito maldito de Cervantes, aquel que, con el sabio conocimiento que poseía por su oficio de calígrafo, escribió con tinta tóxica para pervertir los ojos de sus enemigos, principalmente los de Jerónimo de Pasamonte, y también, ahora, los de algunos curiosos que rodamos por el mundo).