Como es obvio para quienes navegan por nuestro blog, la «zona» está entregando por capítulos, y bajo el seudónimo de «Arza», un impecable trabajo narrativo. No estoy autorizado a dar el nombre del autor – al menos por ahora-; sin embargo debo mencionar que «Arza» es uno de los principales artífices de que haya aparecido esta «zona». Aparte de su calidad como escritor y crítico. Sigan comentando este relato.
III
Colaboración de ARZA
Un rumor esconde siempre una intención ulterior. El tono que usa Berenice es preciso. Las palabras con que organiza sus enunciados se agrupan con propósitos mayestáticos, indolentes en sus contenidos, pero provocadores en su duración. No basta la amalgama de suspicacias ni el fino conteo de sucesos, los cuales llevan a una sola conclusión, hace falta el espacio y el tiempo. Propagar un rumor en un espacio abierto equivale a no crearlo. Berenice suele caminar por el medio del patio repitiendo palabras con el celular en cronómetro: seis minutos y volvía a empezar, siete y se distraía a propósito. Evalúa. Los últimos tres días lo hizo sola. Deshacerse de Natalia o de Luciana no era difícil para tener tranquilidad. Apelaba a las peleas con su padre una vez más. El señor La Hoz llegó tarde el sábado o simplemente el señor La Hoz nunca llegó. Otras veces, había llegado para pasearla en el aburrido Audi por Larcomar o por el Jockey Plaza, para darle la tarjeta, para comprar sin remordimientos, para volver al auto, todo mientras el señor La Hoz movía su café o le servían un brandi o escribía en las carpetas azules de la firma de ingenieros en la cual era socio. Berenice escogió lo más simple. No llegó nunca. Natalia y Luciana se alejaban. Era como un guión establecido por ellas. Pensaban que necesitaba estar sola para pensar, para que se distrajera. Pero la amistad suele ser insistente e impertinente. Berenice se sentía acosada por el rostro de sus amigas, impedían su cuenta. De pronto, necesitaba volver a ellas para iniciar el ritual de ser amable y sonreír, de ser cómplice y sonreír, de cantar o de enterarse de algún dilema o alguna tarea olvidada. Duda. Siete minutos y cinco segundos, y era suficiente. Berenice se sienta con parsimonia. Sus movimientos son suaves. Las clases de ballet habían servido ante el asombro de ella misma. El cuaderno azul seguía apretado a su pecho. Lo abre, sostiene un lapicero. Apunta. Suena el timbre. Ariana no se levanta. Grupo de Valeria explota en carcajadas. Parece que celebran. Valeria levanta los brazos, pide calma. El grupo canta. Ariana sigue inmóvil al otro extremo de ellas. Es una distancia de sesenta metros. Las profesoras intervienen. Gruñen al salón, al salón. El grupo se resigna y entra saltando y riendo. Una profesora conversa con Ariana. El grupo casi ha entrado totalmente. Ariana muestra uno de sus dibujos. Valeria se ha detenido en la puerta del salón. Espera que Ariana entre. Se miran. Berenice cierra el cuaderno. Ensaya, una vez más, sus palabras, el tono, la sucesión de hechos, la unión de causalidades calculadas en sus enunciados. Evalúa el patio, el salón. Mide el tiempo, el recreo, la clase, la salida. En la carpeta, muy cerca de Valeria, relee sus apuntes de los últimos tres días. Ariana es la última en entrar y la última en salir del salón. Se protege con las profesoras. Ellas no saben nada. Nunca saben nada. Valeria espera siempre a Ariana. Su movilidad impide que pueda acosarla más. Solo la esperan de siete a diez minutos gracias a las niñas de primaria. Por los parlantes llaman a las alumnas que se demoran. El señor encargado de manejar la camioneta es obsesivo con el tiempo. De pronto las palabras de la profesora vagan en el aire, son como sonidos que flotan sobre ella sin poder llegar a su destino. Se mantienen suspendidas. Aún así, Berenice escribe, por inercia, las figuras irregulares de la pizarra; responde las preguntas, se adelanta a ellas con comentarios alabados por la profesora. Su pie se mantiene inmóvil. Por ratos observa a Ariana, ella está concentrada en la pizarra; sobre su carpeta, se dan espacio lapiceros de colores, reglas y colores. Una cartuchera reposa en una esquina. Ariana no se distrae nunca. Berenice cuenta los minutos. La clase se ablanda en murmullos grupales, en pruebas orales, en dictados de tarea. El tiempo es un aliado desesperante. Berenice escucha el timbre prolongarse tres segundos. Su mochila estaba lista un minuto antes. Sobre su carpeta solo el cuaderno azul la atraviesa. Aquí es el espacio; aquí, el tiempo. El enunciado debe ser preciso. Un rumor es siempre una señal ambigua de lealtad. Ariana improvisa algunas preguntas a la profesora. Valeria canta para sí misma. En sus manos, un peine empieza a alisar sus cabellos castaños. Berenice mantiene su pie inmóvil. Las manecillas del reloj han avanzado tres espacios. Se levanta de la carpeta, su celular en cronómetro arranca, finge leer un mensaje de texto, se acerca a Valeria, empieza. ¿Qué? –responde Valeria. Sus manos dejan de peinar. En el cronómetro siete minutos ya. De la mano. Le invito un helado. Fue el sábado. Sé que ha pasado días, pero no me había dado cuenta que ya no le hablabas. Con Paolo. Imposible. Se verán hoy. A la salida. Es decir, ahora, Valeria . –y por lo parlantes el nombre de Valeria Recabarren sonaba por primera vez.