LOS NIÑOS CONTINUABAN en sus juegos, cargando al pequeño Kuiñe, que parecía haberse resignado, al fin, baldado de pies y manos por sus captores. Algo retrasados, algunos niños llevaban en las manos un sartal de ramas, lianas y palos que simulaban arcos y flechas en aquel juego que los tenía exaltados.
Moshá y el resto de mujeres los observaban, divertidas, mientras retiraban las lechecillas del enorme pescado y lavaban sus entrañas evisceradas, cuidando de no salpicar con sangre la sencillez parda de sus cushmas, hechas de la yanchama de la selva. Junto a ellas estaba también la primera esposa del Eta-poy, ya vieja, silenciosa y reservada. El Eta-poy la había reemplazado por su segunda esposa, ahora desaparecida, debido a que no pudo darle descendencia, y la mujer lo había aceptado en silencio y con la mansedumbre que da la costumbre.
Siguiéndoles la corriente a los niños en aquel juego en la orilla del río, el viejo Eta-poy, que los observaba sentado de cuclillas, entre las mujeres y los críos, les preguntó qué cosa habían pescado:
—¿Aya jetikuayanaje? —les dijo el viejo con voz pastosa. Las rayas negras que acicalaban su arrugada piel desnuda, con trazos abstractos de bella sencillez, se sobreponían a los pliegues que la vejez había impuesto a la superficie de su carne enjuta, que empezaba a marchitarse, y a ratos parecían azules con un efecto tornasolado, producido por la luz solar sobre la pintura oscura de la planta huito.
Como los niños no llegaron a oír su voz en medio de la algazara que provocaban, la pregunta quedó flotando, solitaria, en el aire, hasta disolverse entre las carcajadas de los párvulos culichosos y calatos, que mostraban su desnudez con una inocencia compartida, en medio de aquella cimarronada de pequeños cupidos de la selva que, flechas y arcos en mano, en ese momento se disponían a salir del agua, batiendo sus breves y escuetas alas cobrizas, con las plumas remojadas y tiesas por el barro de la orilla, que sacudían con la rapidez de los colibríes, pero que, pese a sus esfuerzos, debido a sus abultados buches cargados de culiches, no podían elevarse por los aires. Ya hubiesen querido todos que eso fuese posible, para salvarlos de lo que estaba por venir.
[1] Premio Copé de novela 2017