Rodolfo Hinostroza (1941) está reconocido como uno de los líricos más originales de la tradición de la poesía del Perú. Cuando apareció en 1965 con su libro Consejero del lobo, salvo para sus conocidos más cercanos, fue una auténtica sorpresa, como suele suceder cuando surge un poeta verdaderamente notable. Para ese entonces, el nuevo escritor había vivido aceleradamente, tempranamente había leído libros diferentes a los que frecuentaban sus contemporáneos y tenía una experiencia personal verdaderamente diversa a la de muchos de sus contemporáneos. Pasados más de cincuenta años del inicio de la revolución cubana, es difícil explicar a los lectores de ahora, lo que los jóvenes letrados y no letrados, políticos y apolíticos, sentían en aquellos años, el extraño magnetismo que tenía la palabra de Fidel Castro en toda América, el fulgor, el encanto que venía de Cuba. Hinostroza, junto con otros amigos suyos, Javier Heraud entre ellos, marchó a La Habana para hacer estudios y para hacer crecer su poesía al contacto de una realidad diferente y atractiva. Mientras Heraud, de pensamiento y práctica de origen romántico, quiso convertir a su poesía en el canto de los pueblos liberados y se trasformó en el guerrillero que quería transformar con las armas la realidad de nuestro país, Hinostroza siempre tuvo claro que su opción era otra: fidelidad absoluta a la misma creación, hasta cierto punto independiente de la opción política del propio autor. Mientras Heraud vino al Perú y murió baleado en Madre de Dios en 1963, como hasta ahora lamentamos quienes conocimos su talento, Hinostroza permaneció en Cuba y publicó allá su primer libro, que solo parcialmente conocimos en el Perú en una edición incompleta que hasta ahora, con alguna dificultad, podemos hallar en librerías de viejo. Ese era un momento interesante en el que muchos escritores interesados en política, se vieron en una disyuntiva, o, mejor, creyeron verse en una disyuntiva: ¿debe el escritor considerar a literatura como un arma de lucha? ¿tiene que ser un combatiente? El tiempo cambia a los protagonistas y la visión de ahora es muy distinta a la de aquellos años. Poetas de la generación anterior se hicieron las mismas preguntas: Varcárcel, Romualdo fueron militantes hasta el tuétano, Rose, enfrentado al dilema responde que en el combate el poeta es el que lleva las guitarras y el propio Roberto Fernández Retamar, uno de los más reputados intelectuales castristas, contesta a través de una paradoja y nos habla de un comandante que guarda en una gaveta los versos que escribe de noche.
Aquel libro primigenio, Consejero del lobo, de golpe colocó a Hinostroza entre los mejores escritores del país. Tenía poemas de versos y otros de arte mayor, es decir de versos cortos y de versos largos, dicho esto para quienes no son muy amigos de la retórica y, sobre todo, el libro era diferente, bastante diverso a los que se publicaban en el Perú. Los poemas de arte menor destacaban por ser un conjunto de pequeñas iluminaciones, satoris, en el lenguaje de la poesía japonesa, imágenes aparentemente inconexas: la lección de Rimbaud bien aprendida. Lo más notable estaba en los versos de arte mayor. Los lectores más cuidadosos han señalado, con los riesgos que eso implica, cuáles eran las lecturas favoritas del novel autor: la poesía inglesa, empezando con Shakespeare y llegando a los contemporáneos y Saint John Perse, el magnífico autor de Anabasis. Todo esto parece ser verdad, pero es secundario: la verdad es que los autores favoritos de un escritor potente deambulan en las páginas que pergeña sin dañar la originalidad, sin apagar el fuego individual creativo. Entre los variados poemas de calidad que figuran en el texto quisiera destacar el que llama “Del infante difunto” porque condensa las virtudes de la escritura de Hinostroza de aquellos años: capacidad de referirse a la infancia como un espacio privilegiado, admiración por el padre que juega ajedrez, asombro por los misterios de la vida, aquellas hermanas Cárdenas que besaban y se hacían besar por los soldados. A través de unos versos sedosos, claros, el poeta nos introduce al mundo mágico de los primeros años, como lo hace Walter Benjamin por ejemplo en su Infancia en Berlín o Jean Paul Sartre en Las palabras. Solo que los autores citados escriben libros en prosa, de muchas páginas, y tenemos que llegar al final de la lectura para entender cabalmente a esos niños que fueron, mientras que Hinostroza, en el corto espacio de una poesía nos da un cuadro cristalizado de la infancia recobrada. En el campo de la ucronía absoluta puedo sostener que a Proust le hubiera gustado conocer este poema.
Contranatura de 1971 fue el libro de la consagración internacional de Rodolfo Hinostroza. En la entrelínea queda claro que el poeta se siente incómodo en el mundo: el entusiasmo por la revolución ha pasado, no quedan atisbos, pero estamos frente a un poeta que abjura de la revolución, es un individuo colocado a fines del siglo XX, que con carácter profético señala los excesos del Estado; ese César, ese demiurgo que vive inmersos en el Poder, es personificación de lo despiadado que arrasa con cada persona. En este caso, no es solo la calidad de los versos lo que catapulta a la poesía de Hinostroza para la posteridad, sino la palpitante actualidad del mensaje que tanto se exigió en otro tiempo. El estado, todos los estados, el gobierno, todos los gobiernos son enemigos de la poesía, nos dice el poeta, lo dirá mañana y seguirá diciéndolo por mucho tiempo. Hinostroza no predica, no busca feligreses para una supuesta iglesia de anarquistas, da agudo testimonio sí de su propio individualidad: afición profunda por lo marginal y no sancionado por los cánones: un poeta astrólogo y cocinero. Y eso nos lleva a otro asunto: la percepción de Hinostroza como un intelectual inclasificable, un hombre de espíritu renacentista que vive a caballo entre los siglos XX y XXI: un autor de teatro de obras desmesuradas, de muchos personajes, que sin embargo ha tenido la fortuna de verlas representadas, un curioso novelista, un crítico del psicoanálisis, un gurú de la cocina, un reputado astrólogo, un cronista ameno y punzante. Algunos de sus conocidos, en cualquiera de estas áreas, ignoran con seguridad la gama de intereses de este formidable creador. Por eso mismo, no llamaba a sorpresa el aparente silencio poético de este creador y se escuchaban voces que bisbiseaban sobre su retiro de la práctica poética en los albores del nuevo milenio. No ha ocurrido así felizmente como se comprueba por la escritura de Nudo Borromeo y Memorial de Casa Grande. De estos libros, también magníficos, como los anteriores, quisiera destacar la imagen del padre, enterrado a pocos pasos de la madre, en el cementerio de Surquillo, una pareja unida más en la muerte que en la vida. Ese texto resume la poesía de Hinostroza y cierra el ciclo de la discusión en su poesía sobre el poder. Sabido es que los padres del poeta fueron artistas, poetas ambos, reconocidos regionalmente en Huaraz. En los primeros tiempos de la escritura de Hinostroza, hay una profunda admiración por el padre y su rey perezoso en el tiempo cristalizado de la infancia; existe un segundo momento en el que ocurre un enfrentamiento con el padre como lo vemos en el libro en prosa Aprendizaje de la limpieza, luego sucede un enfrentamiento ya no con el padre, sino con aquello que lo simboliza más, el poder, y finamente ocurre una reconciliación con la figura paterna. Respecto del padre natural, el poeta, convertido en su propio padre, llega a un momento de larga paz, respecto a los símbolos del poder, Hinostroza sigue siendo uno de esos hijos de Zeus que quiere romper esa “ley sin ley” que es la permanente arbitrariedad del estado contra los individuos. Una vez más el poeta es el sospechoso, ese individuo que Platón quiso expulsar de su República.
En ocasión del segundo aniversario de la partida de Rodolfo Hinostroza, el poeta Marco Martos reprodujo estas palabras ya escritas en 2013 para una edición de su poesía completa de la poesía de Hinostroza.