Mi padre ha muerto. A los ochenta años. Y como todo ser humano, su vida fue la suma de sus aciertos y de sus errores. No siempre me llevé bien con él y no siempre me llevé mal con él. Pero siempre lo quise, aun cuando a veces sentí que no lo quería porque en mi niñez creía que un padre tenía que ser un ser perfecto que nunca fallara y, como tenía que ser, mi papá falló. Claro, luego fue simplemente la vida la que a golpes me enseñó sobre mi tremenda estupidez: papá fue nada más y nada menos que un hombre tan grande como todo padre. Mi padre ha muerto en casa. Me dicen que la vida se le fue apagando el día de ayer por la tarde, como una vela cuya cera se acaba lenta, pero inexorablemente. No pude verlo en esos momentos y mis hermanos me dicen que mientras llevaban su cuerpo al hospital, con lo último de vida que la quedaba, él tenía la tenue pincelada de una sonrisa. Si fue así, lo entiendo. Era evidente que quería descansar porque su cuerpo se había deteriorado asolado por un galopante envejecimiento. Después de la noticia, no he tenido ganas de hablar mucho. Solo un par de llamadas y luego dejé el teléfono por allí. En momentos como este, a veces me porto como un animal chúcaro que no sabe qué hacer, ni que decir, y simplemente me ensimismo. Todavía me alcanzó para dictar un par de clases, y luego, simplemente he querido estar solo para rebuscar en mis recuerdos todos los retazos que me permitieran reencontrarme con él. Papá una tarde en el parque corriendo tras una pelota, agitado, sudoroso; papá llegando tarde del trabajo y con tiempo y fuerzas para arropar discretamente a sus hijos; papá portándose como un estúpido porque se le habían pasado las copas, una y otra vez; papá cabeceando junto a mi cama vigilando mi convalecencia mientras las primeras luces de la mañana entraban por la ventana; papá convertido en un puma al que le tuvimos tanto miedo porque en ciertos momentos era solo una bestia acezante. Luego, papá ya perdido entre las nieblas de su vejez, sentado en la puerta de la casa sonriendo solo para mí cuando llegaba a su casa de visita. Y ahora, papá encapsulado dentro de ese cajón, entre cuatro candelabros. Pero, claro, ya no es él: es tan solo un cuerpo inerte que casi no tiene nada que ver con ese otro hombre que, sobreponiéndose a sus propias debilidades, logró sacar adelante a un puñado de hijos básicamente sanos y felices. Descansa, papá. Gracias por todo.